lunes, 3 de julio de 2023

 

 QUIÉN ME ENSEÑÓ A QUITARME LA TAQUICARDIA

Durante mi adolescencia y primera juventud tuve la molestia de que al menor pretexto me daban taquicardias (ritmo acelerado de las pulsaciones del corazón). Era, como se dice en medicina, “muy lábil” a ese trastorno (que no enfermedad en mi caso). Una vez, estando yo en el consultorio ayudando a mi padre a atender al Maestro Ignacio Chávez, le comenté  a éste último brevemente este problema—mi padre no me hubiera permitido quitarle mucho tiempo al Maestro ni a ningún otro paciente— y él me dijo que si me volvía suceder le avisara.

Quiso el destino que me diera un ataque de taquicardia estando él en el sillón. Mientras que mi padre hacía alguna otra cosa fuera de la boca del Doctor, éste se levantó y me hizo sentarme a mí en el sillón (recuerdo aquel sillón bien. Era eléctrico marca Ritter, colores azul con gris y hacía juego con la unidad de robot de esas que se abrían y se desplegaba ante los azorados ojos de los pacientes todas las piezas de mano y jeringa triples) y acto seguido llevó su mano derecha a mi cuello, justo debajo de mi mandíbula. Es lo que se llama “seno carotídeo”.

Apretó con dos dedos con cierta fuerza justo donde los vasos latían y uno o dos minutos después la taquicardia cedió. Así que no me pueden decir que no haya sido un experto quien me enseñó. Curiosamente, más o menos a esa edad se me quitaron esas molestias llamadas “taquicardias paroxísticas benignas”. 

Otra anécdota del Maestro Chávez

Tras haber sido ignominiosamente “derrocado” y expulsado de su oficina en la Rectoría de la UNAM en abril de 1966—yo estudiaba el segundo año de Odontología—seguramente por órdenes o con la anuencia del Presidente Gustavo Díaz Ordaz, tuve el atrevimiento de inquirirle al Maestro Chávez, ahora exRector,  qué había sucedido y esto fue más o menos lo que me dijo: “Entró una turba de muchacho, muchos de los cuales se veían mayores a la edad universitaria, blandiendo garrotes y bates de béisbol y, con un lenguaje propio de los verduleros, me instaron a salir so pena de darme de palos. Lo mismo hicieron con mis colaboradores y secretarias. Ante esa amenaza tuve que salir por el elevador privado acompañado de estos vándalos. Habían hecho pintas y destrozado muebles tanto en mi oficina como el las adyacentes y en la planta baja de la Rectoría. Me insultaron y escupieron amparados por el cobarde anonimato. Yo ya sabía de parte de quién venían. Logré llegar a mi auto, en el sótano del edificio y me largué con mi chofer hacia mi casa en Av. De la Reforma. No sé qué emoción me dominaba más: si el temor, la indignación, la impotencia, la vergüenza de haber sido injuriado y maltratado o la rabia de saber que el mismo Presidente de la República había ordenado aquella salida ignominiosa. ¿En qué país vivíamos? ¿Qué le diría yo a Celia mi esposa y a mis hijos? En fin, me refugié en la casa teniendo como consuelo miles, literalmente miles de llamadas telefónicas de todo el mundo expresando su solidaridad y su indignación por lo que me habían hecho pasar.

En casa me esperaban mis colaboradores más cercanos, junto con los que me enteré que la Junta de Gobierno se hallaba reunida para nombrar a un nuevo Rector. Días después supe que el nombramiento recayó en mi amigo el Ingeniero Javier Barros Sierra, a quien yo conocía de hace tiempo por sus gestiones en diversos cargos públicos y docentes en la UNAM. Esto fue el 5 de mayo de 1966. Pero, lo muy malo, es que el Presidente le impuso a un empleado de la Presidencia como Secretario General, ese empleado fue Fernando Solana…”

Para quienes quieran saber más de este último personaje, les recomiendo lean su entrada en Wikipedia.

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