QUIÉN
ME ENSEÑÓ A QUITARME LA TAQUICARDIA
Durante
mi adolescencia y primera juventud tuve la molestia de que al menor pretexto me
daban taquicardias (ritmo acelerado de las pulsaciones del corazón). Era, como
se dice en medicina, “muy lábil” a ese trastorno (que no enfermedad en mi
caso). Una vez, estando yo en el consultorio ayudando a mi padre a atender al
Maestro Ignacio Chávez, le comenté a
éste último brevemente este problema—mi padre no me hubiera permitido quitarle
mucho tiempo al Maestro ni a ningún otro paciente— y él me dijo que si me
volvía suceder le avisara.
Quiso
el destino que me diera un ataque de taquicardia estando él en el sillón.
Mientras que mi padre hacía alguna otra cosa fuera de la boca del Doctor, éste
se levantó y me hizo sentarme a mí en el sillón (recuerdo aquel sillón bien.
Era eléctrico marca Ritter, colores azul con gris y hacía juego con la unidad
de robot de esas que se abrían y se desplegaba ante los azorados ojos de los
pacientes todas las piezas de mano y jeringa triples) y acto seguido llevó su
mano derecha a mi cuello, justo debajo de mi mandíbula. Es lo que se llama
“seno carotídeo”.
Apretó
con dos dedos con cierta fuerza justo donde los vasos latían y uno o dos
minutos después la taquicardia cedió. Así que no me pueden decir que no haya
sido un experto quien me enseñó. Curiosamente, más o menos a esa edad se me
quitaron esas molestias llamadas “taquicardias paroxísticas benignas”.
Otra anécdota del Maestro Chávez
Tras
haber sido ignominiosamente “derrocado” y expulsado de su oficina en la
Rectoría de la UNAM en abril de 1966—yo estudiaba el segundo año de
Odontología—seguramente por órdenes o con la anuencia del Presidente Gustavo
Díaz Ordaz, tuve el atrevimiento de inquirirle al Maestro Chávez, ahora
exRector, qué había sucedido y esto fue
más o menos lo que me dijo: “Entró una turba de muchacho, muchos de los cuales se
veían mayores a la edad universitaria, blandiendo garrotes y bates de béisbol
y, con un lenguaje propio de los verduleros, me instaron a salir so pena de
darme de palos. Lo mismo hicieron con mis colaboradores y secretarias. Ante esa
amenaza tuve que salir por el elevador privado acompañado de estos vándalos.
Habían hecho pintas y destrozado muebles tanto en mi oficina como el las
adyacentes y en la planta baja de la Rectoría. Me insultaron y escupieron
amparados por el cobarde anonimato. Yo ya sabía de parte de quién venían. Logré
llegar a mi auto, en el sótano del edificio y me largué con mi chofer hacia mi
casa en Av. De la Reforma. No sé qué emoción me dominaba más: si el temor, la
indignación, la impotencia, la vergüenza de haber sido injuriado y maltratado o
la rabia de saber que el mismo Presidente de la República había ordenado
aquella salida ignominiosa. ¿En qué país vivíamos? ¿Qué le diría yo a Celia mi
esposa y a mis hijos? En fin, me refugié en la casa teniendo como consuelo
miles, literalmente miles de llamadas telefónicas de todo el mundo expresando
su solidaridad y su indignación por lo que me habían hecho pasar.
En
casa me esperaban mis colaboradores más cercanos, junto con los que me enteré
que la Junta de Gobierno se hallaba reunida para nombrar a un nuevo Rector. Días
después supe que el nombramiento recayó en mi amigo el Ingeniero Javier Barros
Sierra, a quien yo conocía de hace tiempo por sus gestiones en diversos cargos
públicos y docentes en la UNAM. Esto fue el 5 de mayo de 1966. Pero, lo muy
malo, es que el Presidente le impuso a un empleado de la Presidencia como
Secretario General, ese empleado fue Fernando Solana…”
Para
quienes quieran saber más de este último personaje, les recomiendo lean su entrada en
Wikipedia.
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