LA VEZ
QUE CREÍMOS QUE NOS IBAN A ASALTAR
Debe
haber sido por 1980. Entonces, mi consultorio estaba en Av. Universidad 1854,
en donde ahora está la librería de libros usados “Salvador Novo”, a la que
invito a mis lectores que conozcan porque se van a llevar gratas sorpresas. Hay
desde enciclopedias y novelas hasta libros de medicina, odontología y química. Tiene hasta sección en inglés.
Mi
secretaria, la fiel Silvia (lleva conmigo 45 años), era una chavita y una tarde
entró nerviosa en mi despacho y me dijo:
–Doctor:
creo que ahora sí nos vienen a asaltar– dijo temblorosa
Para
aquellos de mis lectores que conocieron aquel gran consultorio (teníamos 4
sillones de odontología infantil y general y 4 de ortodoncia), a pesar de tener
vidrio antibalístico en la recepción y puertas esclusas para poder entrar a la
recepción, cuando un grupo de maleantes vienen decididos a entrar, estas
barreras sólo les sirven como estorbos en los que perderán un poco más de
tiempo. Por cierto que, fuimos el único negocio que nunca asaltaron de esa
cuadra
Naturalmente,
salí con cierto temor a la recepción a ver a qué se refería Silvia y, en efecto,
encontré que en los sillones de la recepción estaban sentados dos tipos con la
peor facha del mundo y uno estaba parado a su lado. Uno de los sentados llevaba
lentes RayBan oscuros de gota.
Cautelosamente
les pregunté en qué podríamos servirlos y uno de ellos, creo que el que estaba
parado, me repuso:
–Pos aquí
mi Comanche que dizque le duele mucho una muela…
–No digo: me duele mucho, ¡muchísimo!–farfulló el de los RayBan
Se identificaron conmigo mostrándome sus “charolas” metálicas de policías de investigación. Yo no sabía si reír o llorar. En ese entonces les teníamos más miedo a los polis que a los rateros (creo que como ahora). Pude notar que el “Comanche” (por comandante) estaba llorando a lágrima viva y usaba los lentes para ocultarlo.
Como todo
dentista debe hacer, no me quedó otro remedio que pasarlos a un cubículo y
sentar al Comanche. Los otros dos se quedaron a sus lados, estorbando
muchísimo. Entonces, sacando fuerza de mi interior, con voz más ronca, les pedí
que se pararan enfrente del sillón para que yo tuviera libertad de movimientos,
pero el Comanche me rogó que uno de ellos ¡le diera la manita!
Silvia
se asomó aún temerosa, pero ya más calmada y llamó a su hermana, que era mi
asistente.
–¡Juaniiita!–como
por arte de magia se apareció la susodicha. –¿Qué
se le ofrece, doctor?
La
instruí para sacar unas radiografías periapicales y de mordida y así lo
hicimos. Luego vino lo duro, porque el Comache seguía llorando ante la mirada
atónita de sus secuaces, digo, ayudantes. Al ver las Rx, comprendí que había que
hacer unas extracciones: una muela más o menos entera y unos restos radiculares
contiguos con sendos abscesos periapicales.
Al
tomar las radiografías noté que algo me estorbaba en el vientre del Comanche y
se lo hice notar. Levantándose la camisa (por eso llevan la camisa suelta, para
que no se note) mostró que traía una escuadra calibre 45 plateada que yo vi gigantesca,
sobre todo el agujero del cañón.
Haciendome
el Harry El Sucio, lo más macho que pude, le dije:
–Le voy a suplicar que la pongamos en uno
de los mostradores y que le “eche un ojo” uno de sus amigos.
Accedió
no muy contento, dándole instrucciones a uno de sus gatos a que la cuidara y
nadie, pero nadie, la tocara. Pensé “¡Por mí, mejor!”
Debieron
ustedes haber visto al Comanche llorar y retorcerse cuando alcanzó a ver la
jeringa con su aguja larga (entonces yo empleaba jeringas ahora ya no, uso la Wand).
Sus socios o compadres le sujetaron los brazos y la cabeza y acerté a darle una
anestesia regional muy buena. Y volví a pensar: “¿Pues no que muy macho?”. Ahí
aprendí que mientras más macho parece un paciente (fuertotes, instructores de
pesas, charros, policías, etc.), más cobarde es para el dentista.
Para
no hacer el cuento largo, y a pesar de que me cercioré de que tuviera una anestesia profunda y de explicarle
lo que iba a sentir, el Comanche aulló como coyote (¿le habrá salido natural?)
cuando hice palanca sobre la muela y más cuando emplee el elevador de raíces
para quitarle los restos radiculares. Aunque no lo crean, su sangre teñía de
rojo, como la canción. Por suerte no tuve complicaciones.
Si me
preguntan ahora, lo confesaré: hice todo el procedimiento sin antibiótico y,
por si siguen preguntando, ni se usaban guantes y cubrebocas en aquellos años. El horno
“no estaba para bollos”, como dicen. Eso sí: estoy plenamente seguro de que no
le dolió nada porque hubiera tomado la pistola y me hubiera cosido a balazos.
Salió
como un lloroso fardo o como dicen: de aguilita. Uno de sus compinches de cada lado
sosteniéndole los brazos. Silvia le cobró (estuve tentado a cobrar de más, pero
no lo hice). Pagaron y afortunadamente salieron y nunca, nunca más volví a
saber de ellos…
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