jueves, 22 de noviembre de 2018

MARIPOSA

MARIPOSA           


                                                                        Para Marcelamia


                                                    Cuento de Manuel Farill      

Llueve. Las gotas parecen pequeños surtidores al tocar el suelo. Se ven miles, cientos de miles de ellas. Nacen y mueren en un instante y dejan regado el piso con su sangre.

Con su sangre cristalina y húmeda que invade ya las calles.

Las nubes —grises, parejas, borrosas— parecen llorar del dolor que les producen los relámpagos que las hieren.

Tú, Marcelamia, miras el espectáculo a través del amplio ventanal.

Tu figura está recortada contra el resplandor apagado de las últimas horas de la tarde. Tu negra silueta estática que desesperadamente trata de robar la limosna de luz que penetra al departamento. Yo te veo desde el escritorio con mis piernas sobre la mesa, un cigarro en la mano, una especie de sonrisa en la cara y con nostalgia en el corazón.

La lluvia golpea el vidrio y produce un sonido seco y opaco que acaba con el silencio y, al mismo tiempo, lo subraya. Las lámparas del departamento está dormidas. Yo las dejo sin encender porque sé que te gusta estar así. Y te veo.

En el café aquel, ¿recuerdas?, también te gustaba estar así:
callada, tranquila, absorbiendo el mundo silenciosamente mientras sorbías trago a trago varias tazas de café expréss y sonreías con melancolía, mientras leías los rostros que entraban y salían, mientras oías conversaciones y viejas melodías, mientras vibrabas y latías.

Así te encontré.

Con el trato, descubrí que no eras como yo pensaba. Yo te
imaginaba estereotipada y superficial; quizá con grandes
problemas, pero no. Tú tenías problemas, claro, pero no eran para  aplastarte, no a ti. Te gustaba ese lugarcito. Era mudo, como tú a veces pareces ser; era tranquilo y semioscuro; la música de aquel teclado te llevaba a otros lugares, a otros tiempos. Yo hablaba y tú escuchabas. Reías con frecuencia y tu cara, entonces, cambiaba de expresión: se tornaba iluminada, pedía su solemnidad, te llenaba
de luz. Y a mí también.

Me invitaste a tu departamento una tarde. Era una tarde así, como esta. Salimos del minúsculo local y el mundo nos insultó con sus ruidos, agitación, personajes y resplandor.

Daban ganas de volverse a meter y no salir nunca. Caminamos varias cuadras sintiendo, sin inmutarnos, los piquetes del agua en nuestras caras, en nuestra ropa, en nuestro cabello. 

Llegamos. Un edificio no muy alto orientado hacia el poniente. Desde allí —desde aquí— podías ver las puestas del sol. No había elevador y subimos cuatro pisos.

Antes de sacar las llaves de tu bolso me miraste y sonreíste. Con un tintineo metálico la puerta se abrió y me topé con tu mundo.

Muebles cómodos y bajos, de madera oscura, las paredes llenas de cuadros y un gran muñeco de peluche, un oso, sobre el sofá grande. Era un oso de regular tamaño, desteñido su cuerpo color paja a causa de las lavadas, su cuerpo ya entonces estaba laxo, suave y casi liso.

Tenía los ojos tristes porque lloraba a menudo y tú le habías prendido del pecho, con un alfiler, un pañuelito de encaje.

Lo primero que hice fue asomarme a la ventana, a esa por la que ahora estás viendo. 

Vi azoteas grises, algunas con ropa tendida, otras llenas de manchas de humedad. Cerré las cortinas y tú me regañaste y me dijiste que por qué las aferraba, que ese era el mundo real, que la gente era como los edificios: con fachadas arregladas y con azoteas descuidadas. 

No me sorprendí mucho, porque de ti se podía esperar todo, como lo habías demostrado a lo largo de esos meses. 

Me enseñaste —con orgullo— el resto del departamento. En tu recámara observé todas esas cajas y cajitas en que guardabas tus pertenencias. Tú, la arreglada.

La cama, cubierta por una colcha de colores tejida por ti misma, estaba tendida y rodeada de libros. Un cenicero rosa en el buró. Un teléfono con cuarteaduras, Un lámpara de tipo antiguo. Un poema bajo el vidrio del mismo mueble. 

Frente a la cama, un tocador blanco y largo con un gran espejo encima. La alfombra algo gastada, color beige. 

Tu casa eras tú. Tú eras ella transformada en muebles, paredes y pisos.

La tarde siguió lluviosa. Al anochecer hizo frío. El viento soplaba llevando aromas de de ladrillo húmedo, de agua con civilización. Tu cabello estaba también húmedo de sudor y aplanado contra tus sienes. Tus labios estaban resecos y tu rostro fresco. Como siempre. Como ahora, apuesto.

La luz del día se ha ido ya. 

La lluvia ha amainado y tú, Marcelamia, enciendes un cigarro. La flama del cerillo produce en ti un juego de luces y sombras: iluminadas tus eminencias y oscuras tus depresiones. Miras hacia fuera con desidia, con calculada tranquilidad. Como siempre. Eres uno más de tus muebles. 

En días lluviosos, como ahora, el departamento se agranda, con lo cual tú empequeñeces. En días lluviosos, los muebles se ven más grandes y pesados y tú te aligeras y, pequeña como eres, comienzas a volar transformada en mariposa que se acerca con aletazos sincopados a los focos y a las ventanas y trata de salir y no puede y se acerca a
mí y yo abro los brazos y te alejas. Marcelamia.

Jugabas con mi cabello mientras suavemente repetías mi nombre. Eras otra. La luz de la lámpara antigua sobre el buró de tu cama producía rayos de luz que volaban en todas direcciones y rebotaban y regresaban a ti. 

Repetías mi nombre mientras enredabas y desenredabas mi cabello. Paseabas tus dedos por mi pecho y mis brazos dibujando ochos, fantasmas, círculos y nubes.

Y te volvías una nube acolchonada y cómoda que se agitaba y adquiría rigidez paulatina hasta explotar y deshacerse en líquidos. 

Te elevabas, te deshacías y caías y otra vez eras tú, Marcelamia. Y recobrabas tu natural blandura.

Mariposa. La luz se ha ido ya, pero aún veo tu figura. El humo parece brotar de tus dedos. Te levantas lentamente, apagas aplastando el cigarrillo en un cenicero amarillo. 

Avanzas hacia la ventana. Yo te veo. Fantasma del atardecer. Recargas tu cabeza contra el cristal que exteriormente recorren hilos de agua. Tienes los brazos cruzados sobre el pecho. Tu respiración forma una zona opaca en el vidrio.

Te levantabas y preparabas café bien cargado. A veces, servías una copa de benedictine o drambuie. La tomábamos como con miedo de que se acabara. Te veías cansada, pero contenta. 

Ponías música. Reías de mi apariencia, de lo despeinado que estaba, de las ojeras que tenía, de lo suelto que quedaba. Y yo de ti. Reíamos.

Los cascabeles te rodeaban, bailaban alrededor tuyo y tú bailabas también disfrazada de payaso. Tus brazos se tornaban de tela, tu cara de trapo y aparecían tus mejillas coloreadas de rojo. Tus ojos muy abiertos y tu boca muy pintada. Tenías la nariz de pelota.

Cascabeleando te acercabas a mí y yo abría los brazos y te dabas media vuelta y te alejabas. Marcelamia.

Tus ojos miran si ver. Tu figura es frágil y delicada y esbelta. Tu talle se marca cerrando tu cuerpo y tu pecho lo abre. Tu cara parece pintada por algún artista medieval: decolorada, sumida en tus pensamientos, de boca grande y nariz pronunciada. Me gusta.

La llama que tu aliento crea sobre la tersa superficie del cristal crece cuando exhalas y se achica cuando inhalas. Parece que tiene tentáculos. Eres color madera clara y —quieta como estás—pareces un árbol con las ramas cortadas y temblando de frío.
Siempre tiemblas porque te sabes miedosa.

Volvías a tu lugar: mis brazos; y temblabas cuando te acariciaba la espalda. Te contorsionabas. Tu mano recorría mi nuca y mis hombros y la mía te hacía cerrar los ojos y apretar los labios. El sudor retornaba a tus sienes. Las sábanas estaban desacomodadas. Yo me iba. Una vez me dijiste que al verte sola llorabas un poco. Y te dormías.

Vuelves la vista hacia mí, que te observo. Sonríes cerrando los ojos: ese gesto tan tuyo que serviría para describirte a grandes rasgos. Con tus manos cruzadas frotas tus hombros y te acercas. 

Vuelas acercándote a mí. No sé si abrirte los brazos o no. Chocas conmigo y tu pelo roza mi cara. Abro mis brazos y ya no te alejas. Te quedas en tu lugar y me aprietas. 

Mariposa, has caído en mi frasco. Fantasma, he descubierto tu secreto. Payaso, he comprendido tu tragedia. Árbol, he fijado tus raíces. Marcelamia.

Y como supe que llorabas, un día ya no me fui. Me quedé para comprender y compartir tu mundo. Para verte en días lluviosos, de esos que te daban miedo y nostalgia. Para beber drambuie y otras cosas. 

Para acostarme en tus algodonosas curvas de nube que se deshace. Para dejarte jugar con mi cabello y pronunciar mi nombre. Cerradora de ojos, apretadora de labios, mojadora de cuerpos.

Marcelamia.     

viernes, 9 de noviembre de 2018

PERDIDO EN ACCION, Cuento de Manuel Farill

Esta vez les voy a publicar un cuento que escribí hace años tal vez al recordar mis tiempos en la campaña Presidencial 81-82, cuando trabajaba en la hoy extinta Secretaría de Programación y Presupuesto y luego en el PRI. Desde luego, los personajes y situaciones son totalmente ficticios.
Ojalá les guste. Como siempre, los invito a que me dejen comentarios. Saludos.


Perdido en acción.
(Revista Siempre! - April 6, 2000)
Manuel Farill Guzmán*



Hasta 1993, Raymundo, que es el nombre que emplearé para no meterme en líos legales, había sido un hombre centrado —tal vez demasiado— y con gran lucidez y velocidad mentales. Era Subsecretario de una importantísima Secretaría de Estado y se llevaba “de a cuartos”, como diría Vicente, mi chofer ─dado a hacer pintoresca su habla con refranes, dichos y chistoretes─, con el señor Secretario de estado.

Todo era tranquilidad en su familia: su esposa, un hijo y una hija, que era su consentida. Vaya, hasta tenía un perro salchicha simpático y tragón que a la mejor provocación saltaba sobre sus rodillas para ser acariciado.

Su señora, como casi siempre pasa con las mujeres de 45 o 46 años, se vestía de manera sencilla y aseñorada (esta redundancia es meramente explicativa). Ella era un estuche de monerías que quería a Raymundo a pesar de que él era un hombre —otra vez citando a Vicente, el chofer— muy “aguerrido”, por no decirle mujeriego. La señora lo mismo lavaba los platos que organizaba reuniones bohemias o elegantes cenas para cien invitados. El hijo era, bueno, pues diré que normal para sus 16 años y la niña era una niña chula, ¿me explico? Era toda ternura y delicadeza. Coqueta y berrinchuda cuando se trataba se conseguir algo. En la familia la llamaban "el reintegro", porque apenas había cumplido 11 años.

Perdón por la digresión anterior, pero quería presentarles al personaje: Raymundo, que era mi jefe inmediato y directo.
En los meses finales de 1993, la designación del candidato de nuestro Partidazo era lo más comentado entre la gente, y desde luego entre nosotros, los funcionarios y burócratas. La oposición aparecía debilona y dispersa y una pequeña escisión de los más cabezudos elementos de nuestro Partido parecía que iba a poder ser controlada —como decían algunos cínicos— con "repartirles dos o tres senadurías, una gubernatura y una Secretaría".

Por sus funciones de programar el futuro y repartir el presupuesto, el señor Secretario de Estado del que dependíamos era uno de los más mencionados para suceder al presidente en turno. Era un “pre-tapado”. Por ello, Raymundo sudaba la gota gorda tratando de: escuchar a la opinión pública e interpretarla/entender a los periodistas que de ello hablaban/a acercársele más al secretario/comer con el mayor número posible de personas para sondearlas y convencerlas/encerrarse en su oficina a mascullar y poner en orden sus pensamientos/hacer grilla, pero no muy obvia/darnos más y más trabajo que realzara la figura del Secretario (moralmente, porque físicamente el funcionario era muy bajito). Vamos, lo que se dice a buscar que su amigo lo colocara más arriba si es que llegaba a conseguir el respaldo de nuestro Partido, y por ende, casi seguramente la Presidencia de la República.
Después de todo, Raymundo ya era Subsecretario de una de las Secretarías más importantes y sólo le faltaba cuando mucho un escalón para llegar a quedar entre “los Cardenales”.

Si en aquel entonces yo vivía casi únicamente para las actividades políticas, de Raymundo ni hablar. En su casa casi no lo veían. Viajaba constantemente por la República y asistía a todo tipo de eventos en favor del Secretario.
Por ello, Raymundo era  terriblemente asediado por otros políticos, por muchos periodistas, por la gente del pueblo y por los infaltables es-muy-mi-cuate-aunque-hace-tiempo-que-no-nos-vemos, obviamente por su cercanía con el presunto precandidato.

Su sala de espera siempre estaba atestada. La casa, repleta de obsequios. Los hijos, muy solicitados y su señora invitadísima por otras señoras esposas de políticos o grillos, que la encontraron repentinamente genial, simpática, ocurrente y siempre muy bien arreglada.

Pero Raymundo había cambiado de un modo notable. La precampaña había agobiado a su alma y cuerpo. El tratar con tantos lambiscones y la excesiva carga de trabajo hacían que yo me diera cuenta que él no era el mismo. Daba la impresión de estar presente en persona, daba la impresión de oír y de mirar, pero no de escuchar y observar. ¿Dónde estaba su risa abundante, pegajosa y franca? ¿Su agudeza mental? ¿Sus chanzas, ocurrencias y buen humor? Estaban relegadas en pro de la precandidatura de nuestro Secretario.
Efectivamente, meses después éste salió electo por nuestro Partido tras de "escogerlo entre otros distinguidos mexicanos". Seis días después del destape, Raymundo me pidió que me presentara en su oficina, en la que estaba empacando sus artículos personales.
—Mira—me dijo—el señor candidato (pues ya no era solamente "el Secretario") me ha llamado al Partido. Me nombró Coordinador de A en todo lo que se refiere a B. Era un puesto importantísimo. Tenía la boca seca y su nerviosismo lo hizo levantarse para quitarse el saco (de los pocos detalles humanos que le había visto en meses), y ante mi ansiedad y complacencia manifiestas, pero calladas, continuó:
—Felicidades, porque tú te quedas en mi puesto. El señor candidato me hizo saber que no es posible que en estos momentos la Secretaría quede desmantelada de personal. En cuanto pueda, te jalo conmigo otra vez.

—¡Muchas felicidades, Mundo! Tu esfuerzo no ha sido en vano—acerté a decir. Y le pregunté quiénes vendrían a ayudarnos, a quiénes también se iba a llevar a la campaña y cuándo exactamente me iba a "jalar".
—Las designaciones se harán a su debido tiempo y en su lugar—dijo con una extraña mirada que me recordó a la que han de tener los poseídos. Tú estás con-fir-ma-do en esta Secretaría y habrás de disciplinarte, como tú ya sabes, a lo que desde el Partido se decida. Con un aire malicioso, pero que reconocí de inmediato como un gesto de amistad me dijo:  —¡Cuídate mucho de los búfalos que van a llegar...!

Esta frase final la tengo guardada en el corazón, entre otras cosas porque ni en aquel entonces la entendí ni ahora la he entendido. ¿Que no se daba cuenta de que él sería quien tuviera que cuidarse de estos mentados animales? ¿De dónde habrá sacado tamaña palabra en un país, como el nuestro, que desde la última glaciación no ha visto a un búfalo? ¿Habrá querido decir bisonte? Misterio fue y misterio sigue siendo.
Finalmente, Raymundo se fue al partido, yo tomé su cargo y la campaña fue muy exitosa, aunque la oposición había crecido. Para acabarme de hacer la vida fácil, todos los funcionarios con quienes tuve que tratar directamente resultaron ser mis amigos. ¡Ah, tener amigos en los altos niveles!

Fue entonces que sobrevino lo que he dado en llamar el gran error, la tragedia que explotó cuando ante un lleno completo del Sindicato petrolero en el Auditorio Nacional —diez mil almas—, entre porras, matracas y la gran expectación y algarabía de los asistentes, con un Presidium en el que estaba la plana mayor del Partido, Raymundo tomó la palestra y tras de algunas palabras laudatorias sobre el Candidato, al decir su nombre para presentarlo, tuvo un catastrófico desliz de lengua y dijo el nombre, pero el del más fuerte Candidato de la oposición.
El señor Candidato quedó como en una foto fija: con los brazos levantados y con una sonrisa que lentamente se desdibujó hasta convertirse en una mueca.
El absoluto silencio que se hizo en aquel auditorio monumental sólo fue roto —dicen los que estaban en el Presidium— por el rechinar de los dientes del presentado, quien tenía, igual que Raymundo, los ojos cerrados y las orejas enrojecidas. El maldito líder del Sindicato tenía la sombra de una sonrisa sarcástica.

Ante la impotencia de Raymundo y como podía esperarse, después de esto el candidato para castigarlo se alejó cada vez más de él hasta el rompimiento total. Estos errores fueron capitalizados por los múltiples enemigos que Raymundo se había echado encima sólo por ser hombre del candidato. Y pensar que días antes crípticamente me aconsejó que "me cuidara de los búfalos...”

La renuncia que Raymundo tuvo que presentar mencionaba "cumplir otras tareas de gran trascendencia para la campaña", pero todos supimos que su futuro se había despeñado sin tener ni la más remota esperanza de recuperarse.

Poco antes Raymundo me había llamado repetidas veces para charlar en su casa. Pero el cambio en él se había vuelto a dar en sentido inverso: de la altivez, prepotencia y seguridad anteriores, había caído en un estado tristón, depresivo, que se manifestaba entre otras cosas por los extraños y súbitos cambios de carácter. Principiaba hablando con coherencia, diciendo cosas como que sólo él y yo sabíamos que habría algo mejor más adelante, para saltar a la culpa y a la nostalgia, y luego repentinamente hablar de naderías y acabar riéndose a carcajadas equinas; luego, otra vez la depresión lo envolvía como un manto invisible. Encender un cigarro con su temblor de manos era una proeza. Sus allegados comentaban sobre las manchas de sudor en los sobacos, el cutis y el cabello grasientos, los trajes arrugados, la postura desgarbada y el eterno mirar a los teléfonos, como esperando el tan ansiado llamado.

Fui varias veces a su casa dizque a jugar dominó. Pero era inútil. No se concentraba. Por si fuera poco, empezó a sospechar —con razón— que sus muchos amigos (y amiguitas) lo engañaban y evadían. Sospechó, después, que su esposa no quería nada con él. Confirmó su sospecha cuando ella le pidió el divorcio, por razones baladíes. Sus hijos evitaban al máximo aparecer por la casa. La calle donde vivía, antes llena de vida y de autos, ahora era un yermo, siendo que antes había sido un verdadero sitio de referencia.

Raymundo sabía que estaba acabado. Que había desperdiciado la única oportunidad que tendría en la vida para llegar a las alturas políticas, que eran, como dice Vicente el chofer, su “mero mole”. De aquel horizonte cinemascópico que se extendió ante él, nada quedaba.

El principio del fin se inicio cuando me fijé que le notaba algo extraño que no podía definir. Yo no sabía en qué consistía, pero una noche llegué a la conclusión de que, por insólito que fuera, notaba un encogimiento de su persona (como si los trajes le quedaran cada vez más grandes) y una frialdad notable de sus manos.
Inicialmente atribuí estos cambios a la falta de apetito y de sueño, a la tensión nerviosa, a la baja de la presión sanguínea —que explicablemente habría descendido por el abatimiento y la falta de apetito—, a que bebía coñac en cantidades crecientes y a la abundante sudoración palmar.

Con tantas visitas que hacía yo a su casa, la servidumbre que le quedaba me franqueaba el paso como si fuera yo uno más de los habitantes de esa triste casa.

Una noche, Raymundo y yo nos acompañábamos —pues decir que platicábamos sería mentir. La palidez de su rostro y de las manos parecían aumentar día tras día. Tenía el abundante cabello revuelto, una sombra de barba en las mejillas y ojeras color violeta.

--Fjate bien... —dijo sin revelar admiración—. Te voy a mostrar algo que te dejará asombrado. Te darás cuenta de que el viejo Raymundo sigue causando asombro—y al decir esto último, un gesto de sonrisa resignada se esbozó en su cara.

Sobre la mesa esquinera que estaba junto a su sillón, había una lámpara encendida. Junto a la lámpara estaba su copa dé licor. Raymundo cerró los ojos con fuerza. En silencio y ante mi pasmo, apretó los labios hasta que se convirtieron en una línea. Afloraron pequeñas gotas de sudor en su frente temblorosa. Llevó su mano hacia la copa con la intención de tomarla y—¡debo, debo seguir!— su mano pasó a través de la copa, con todo y coñac, sin tirarla. Como si un fantasma hubiera pasado a través de una pared, como una imagen en un cuadro de Cauduro. Sentí que mi cuerpo se alaciaba y mi piel se erizó. Como acaba de erizárseme ahora mismo que escribo esto. Cerrando los ojos, apuré de un trago todo el contenido de mi copa.
--Ray-Ramundo... —tartamudeé—, no puedo creer lo que acabo de ver.
—Desde hace más o menos un mes pude hacerlo por primera vez...
—Pero, ¿cómo? —inquirí aún sin creer lo que había visto.
—Haciendo lo mismo que ahora hice... Tratando de sujetar una copa—dijo abatido.
—¿Es una especie de truco?
—¡Ojalá lo fuera, mi cuate!
—¿Algo como la telepatía o la sicoquinesis? ¿Mover cosas con el puro pensamiento? --balbuceé.
—Yo también lo encuentro inexplicable —alcancé a escuchar que dijo, mientras miraba su mano con atención. —Pero la verdad es que no sé cómo lo hago, qué me pasa... Eres el único que sabe esto. Te suplico que no lo menciones.

Dos días después volví a ver a Raymundo. Él ya no salía de su casa y la familia lo dejaba solo. El divorcio seguía un curso demasiado civilizado. Nadie visitaba al ex personaje a excepción mía. Aquella vez, él estaba en su biblioteca, solo. Sin que notara mi presencia, lo observé desde el quicio de la puerta. Estaba de espaldas.
Por detrás, el pantalón parecía una o dos tallas más grandes y la camisa se hacía bolsas en la cintura. Daba la impresión de que el sillón había crecido.

Él estaba estudiando algo y de pronto estiró el brazo para alcanzar un volumen que estaba en el extremo del enorme escritorio. Vi cómo su mano se hizo tenue y traspasó el libro sin lograr asirio. Yo estaba boquiabierto y me estremecí. Trató nuevamente de tomar el libro y entonces sucedió algo más portentoso: su mano difuminada volvió a pasar sobre la cubierta, pero no alcanzó a cruzar hasta la contratapa. Sus dedos quedaron atrapados entre las páginas. El volumen de sus dedos no separó las hojas. Emitió un gemido, y sollozando agachó la cabeza hasta que la descansó en la otra mano. No pude aguantar más, de un salto llegué hasta él, que se desconcertó ante mi presencia. Me miró sin decir nada, mientras yo observaba sus dedos que parecían fuera de foco, borrosos. Poco a poco, las páginas del libro fueron dejando ver el espacio que se iba formando al recuperar la mano su solidez y precisión. Nos miramos fijamente. En su rostro lloroso se reflejaban la angustia y la desesperación.
—Ya no puedo controlarlo... —dijo queda y tristemente.

Al día siguiente, su todavía esposa, muy alterada, me llamó por teléfono. Alcancé a entender que algo grave sucedía en su residencia. Pedí mi auto y en veinte minutos estaba en su casa. Disparado llegué hasta su recámara, en donde en medio de gran confusión lo llamaban desesperadamente para que saliera del baño. Mientras el hijo con lágrimas en los ojos me relataba lo sucedido, la esposa lloraba a mares.
—¡Mi papá se metió a bañar hace casi una hora...! —aguantando como los valientes, aclaró: —Creo que algo le pasó, porque no nos contesta y se oye el agua cayendo...— y tornó su mirada hacia la puerta cerrada del baño.
Me aproximé hasta poner un oído sobre la puerta. Efectivamente: no se oía sino el agua saliendo de la regadera. La puerta estaba cerrada por dentro.
—¡Raymundo! ¡Raymundo! ¿Me escuchas?
Nada… El agua seguía cayendo.
Contra mis principios, a pesar de que soy tranquilo, lancé toda mi humanidad sobre la puerta. Reboté la primera vez, pero a la segunda la madera crujió y al tercer golpe la puerta se entreabrió.
El baño estaba lleno de vapor, la luz apagada. La poca claridad que entraba se colaba por dos ventanas muy altas y por un domo en el techo. Unas y otro estaban bien protegidas por barrotes de hierro. No era posible escapar de aquel cuarto excepto por la puerta. Encendí la luz y, mojándome la manga del saco, cerré las llaves del agua. No había nadie. El silencio —sólo trastornado por el drip-drip de las gotas que aún alcanzaban a salir— era abrumador.

La familia de Raymundo —ya había llegado La Chula— se había quedado en la puerta y entre el llanto miraban azorados hacia dentro del baño. La ropa de Raymundo —pijama, batas y pantuflas, sus anteojos sobre el lavabo— yacía lacia en el centro del piso.

Cubriendo totalmente una de las paredes estaba un espejo. Sin saber qué hacer, con la mente confusa, me acerqué a quitarle el vaho y escuché un gemido. Aterrado, retiré mi brazo. Frente a mí, Raymundo apareció evanescente y triste, como en una doble exposición fotográfica ante mi reflejo del espejo. Su imagen era muy tenue, nebulosa, como un fantasma. Su etéreo volumen había rechazado el vapor que ahora se condensaba en su periferia. Alcancé a ver su rostro aterrado con los ojos muy abiertos, y abriendo enormemente la boca, alcanzó a decir (se escuchó como un suspiro; estoy seguro que su familia no lo oyó):

—¡A a a au auxilio! ¡Ayúdame, por lo que más quieras! ¡No me quiero ir!— su presencia se fue desdibujando ante mí.
Desapareció.

Todo lo que siguió fue muy engorroso. Pero ahora creo que fue lo mejor que pudo pasar en aquellas circunstancias. Como no hubo cuerpo, no hubo sepultura, velorio o cremación, pero tampoco pago de los seguros de vida hasta que años después se le dio por desaparecido. Como lo que sucedió fue y es inexplicable --y por ello me atrevo a relatarlo ahora, sabiendo que nadie me creerá y que pensarán que esto es un cuento--, a nadie se avisó de la ausencia de Raymundo, mucho menos en el mundo de la política, en que todo esto hubiera lastimado al presidente. La señora (a quien yo considero viuda) no supo al principio si mandarle decir misas, asegurarse que estaba en el infierno, encomendarlo a Dios o esperar a que apareciera nuevamente. Desde luego que el divorcio se le cebó, pero de una manera conveniente: es dueña de todo sin haberlo peleado y sin haber tenido que empacar. Sus hijos quedaron profundamente afectados al principio, pero su juventud los sacó adelante. Ahora, siete años después, simplemente no creen lo que sucedió. Sus mentes se niegan, con toda razón, a aceptar lo absurdo. El partido llevó al entonces candidato a un triunfo controvertido.
××××

Las luminosas oficinas que me rodean bullen de vida. A la una de la tarde—con este nuevo y racional horario gubernamental—salgo con algunos colaboradores a "La Ciudad de los Espejos" para descansar un rato echando tacos o cocteles de camarón y cervezas o whiskeys frente al dominó. Mis amigos y subalternos ya empiezan a decirme que ahora que el Partido vuelve a triunfar (aunque muchos ya no lo deseen), el candidato me llevará a trabajar con él por la amistad que nos tenemos desde hace años.
Del pobre de Raymundo —al que seguramente todos respiramos—nadie se acuerda, excepto yo que a veces me pregunto cuántos otros habrán pasado por esto, y que me estremezco cuando tengo presente que con mi brazo perforé su cuerpo.
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* Manuel Farill Guzmán, México, Distrito Federal, 1945. Cirujano Dentista. Autor de Los Hijos del Polvo, editorial Diógenes, 68; El País Dorado, México, 2017;  publicó sus primeros cuentos en Punto de Partida (UNAM), y en Narrativa Joven de México (Siglo XXI); Onda y Escritura en México, editorial Siglo XXI,  El cuento erótico en México (Diana), en la revista de la UNAM y en la Revista El Cuento. Su nombre ha sido antologado en varios libros sobre la literatura en México. Posteriormente ha escrito cinco libros sobre Odontología y ha sido editorialista de prácticamente todas las revistas odontológicas del país, habiendo sido Director de la Revista ADM en dos períodos: 1972-1975 y 2008-2009. Fue Director de Publicaciones de la SSP en 1980-1982 en donde dirigió tres publicaciones periódicas y Coordinador Nacional de Publicaciones del PRI durante la campaña presidencial de Miguel de la Madrid Hurtado (1981-1982). En estos dos trabajos publicó más de 25 millones de productos.



Citation Details
Title: Perdido en acción.(TT: Missing in action.)(Cuento corto)
Author: Manuel Farill Guzmán
Publication: Siempre! (Refereed)
Date: April 6, 2000
Publisher: Editorial Siempre!
Volume: 46    Issue: 2442    Page: 66