Dr. Manuel Farill Guzmán
Cuando mi generación estudió (o asisitió, a secas) a la Escuela Nacional de Odontología en la CU, de 1965 a 1969, no había un Grupo Nacional Estudiantil de la ADM.
Sí: habían existido Grupos Estudiantiles temporales, de corta vida. Por eso, en 1967 nos abocamos a fundar uno de carácter nacional, que también duró unos cuatro años, pero que en cambio organizó el Primer Congreso Nacional de Estudiantes de Odontología en el bello puerto de Veracruz, bajo la mirada estricta de la Dra. Isabel Carreón de López, una de las primeras ortodoncistas afamadas.
La Asociación Dental Mexicana
llevaba desde su fundación apenas 23 años y su sede estaba en un edificio
ubicado en la calle de Sinaloa 9 entre Insurgentes y la Av. Oaxaca en la
Colonia Roma (no recuerdo si en el 2º o 4 piso, con elevador). Era una oficina
pequeña, ya se imaginarán que no era ni la mitad del piso, y saliendo del
elevador había una recepción de madera tras la cual despachaban un hombre, el Sr. Argüelles y una mujer,
Queta (luego entró a trabajar Lolita).
El señor Argüelles era el Administrador de la ADM. Era un personaje inolvidable para muchos de nosotros. De unos 55 años, de estatura baja y complexión delgada (entonces eran escasos los obesos), pelo ralo y cano, siempre vestido de traje (preferentemente gris) y corbata y con mucha energía es sus movimientos: era el famoso Sr. Argüelles, quien fue el administrador de la ADM durante décadas. Tenía una sonrisa pícara y era de carácter afable, con quiens lo tratábamos educadamente.
Tenía una memoria de computadora ya que conocía a todos los dentistas de la Ciudad de México y de todo el país (eran unos 5 mil). Y cuando digo conocía, me refiero a que sabía sus nombres, los cargos que ostentaban en sus estados y sus teléfonos de memoria. Siempre se refería a ellos con mucho respeto. ¡Lo que ha de haber sabido de ellos y que nunca contó!
El archivo de la ADM se guardaba
en cajitas de madera, en donde cabían perfectamente las tarjetas con los datos
de cada miembro y su sello de “pagado” por cada año. No dejaba que pasara el
tiempo: si uno no pagaba durante los tres primeros meses del año, lo llamaba
por teléfono (o le decía en persona) que lo tendrían que dar de baja y perdería
así su antigüedad. No eran muchos los socios, tal vez unos dos o tres mil en
todo el país, pero esos estaban al día en sus cuotas.
Cuando llegábamos los del Grupo
Estudiantil—haciendo barullo—nos callaba poniendo un dedo sobre
su boca, porque estaban los grandes gurús ofreciendo alguna o algunas
conferencias, a las que podíamos entrar si había cupo. Ahí conocimos a los
grandes maestros de la odontología de entonces. La oficina tenía dos aulas
regulares (tamaño recámara) y una un poco más pequeña. Una sala de espera
pequeña y un cubículo dentro de la recepción que se usaba para que el
Presidente de la ADM tomara llamadas telefónicas, recibiera a alguna persona o
firmara algunos documentos. Las paredes eran de cristal. Ninguno de los
Presidentes, ni los miembros de sus Comités Directivos cobraba (en mi gestión
tampoco cobrábamos ninguno) honorario alguno, ya que así lo prescriben los Estatutos de la ADM y de la ADDF. La compañía Colgate Palmolive, que siempre ha ayudado a la Asociación, se
encargaba de pagar los gastos derivados de los traslados de los conferencistas
y de los encargados de tomar las protestas de los Comités Directivos de rigor
en los estados a otras partes de la República.
¡Qué
diferencia con los dentistas de ahora, que cuando sabían que iba a haber
cambios en la ADDF se me acercaban para preguntarme “¿Cuánto gana el Presidente?” ¡Qué vergüenza! Y puedo decir nombres…
En fin. Si estaba uno de buenas y
era una persona “decente”—un
día tenemos que ponernos a pensar qué significa exactamente esta definición— y correcta con el Sr. Argüelles
podía uno contar con su ayuda y sus influencias. Cuando el Sr. Argüelles faltó fue reemplazado por otro
personaje digno de estar en estas páginas, el caballeroso y eficiente Sr. García Escamilla.
Ir a la ADM significaba para
nosotros, los estudiantes, vestirnos tan bien como podíamos y usar corbata,
aunque fuera con suéter o chamarra. Los dentistas iban de traje. Era un lujo
acudir a nuestra agrupación nacional. Después de salir de la conferencia, nos
íbamos a cenar,y si teníamos suerte, nos acompañaba alguno de los maestros de la odontología mexicana.