Blog 4, Historia de la Odontología en CU de 65 a 69.
Dr. Manuel
Farill Guzmán
ESTA PARTE, QUE SE ME HABÍA QUEDADO EN LA COMPUTADORA, VA DESPUÉS DEL TERCER "CAPÍTULO" DE ESTA SERIE.
Todo ese año de 1965 sirvió no
sólo para aprender de los profesores, sino también para conocernos entre
compañeros. Así se fueron formando grupitos: los de las chamacas que se
sentaban hasta enfrente de la clase, la de los matados y matadas; los que
gustaban de los deportes; los que echaban relajo, los que no daban una. De
igual manera, empezaron a hacerse parejas: que fulano “andaba” con menganita (o
viceversa).
El grupo con el que yo me juntaba
con mayor frecuencia era uno de mucho relajo, pero de mucho estudio. Parecía o
era el Club de Tobi, porque estaba formado por hombres: Joaquín Zavala, Jaime
Villaseñor, Raúl Cameras, Raúl Castro, Armando Salmón, Rubén Malpica, Aurelio
Ortiz Haro, Roberto Magallanes (en su casa y en la mía nos reuníamos a estudiar
materias de esas que nos hacían desvelarnos, como las Ciencias Básicas),
Armando Mafud, Carlos Bellamy Haro—un serio estudiante hijo de amigos de mis
padres—, y Fernando Lagunas, quien era súper ocurrente. Eso no quiere decir que
no lleváramos buena amistad con los demás, sino que nos conformamos como en una
cofradía. Dejen que les cuente una primera impresión de ellos y no se dejen
engañar, el que narre en tiempo pasado no significa que ya no sean así, sino
que ahora son mejores personas y excelentes dentistas:
Roberto Magallanes vivía en el
sur de la ciudad. En el Post anterior hay una foto de él junto con Rubén
Malpica. Nos hicimos muy buenos amigos, y no era difícil, porque él era
inteligente, juzgado “carita” por las muchachas y con un buen sentido del humor. Su padre, Don
Alfonso, era un dentista de renombre al que le iba muy bien (entonces les iba
bien a los buenos dentistas) y su madre, una señora muy bonita y amable, nos
atendía muy bien cuando visitábamos su casa, en Barranca del Muerto. Vivía con
sus hermanas y un hermano mayor. Tenía
un auto antiguo verde botella muy bien cuidado. Cuando íbamos a su casa siempre
nos convidaba yogurt natural que hacían en su casa (que todavía no se vendía
profusamente como ahora), que es un producto de la fermentación de la leche
producida por bacterias benignas. Si se lo pedíamos, nos regalaba Bacilos
búlgaros (así llamábamos a las bacterias
yogúrticas).
Una vez me regaló una dotación de
éstas, seguí sus instrucciones y, como los bacilos se reproducían a la
velocidad de los mexicanos, pronto tuve tanto yogurt que no sabíamos en casa
qué hacer con él. No me acuerdo qué les pasó a esos bacilos. En su casa conocí,
mediante la TV a un boxeador que entonces iniciaba su exitosa carrera: Cassius
Clay, quien con el tiempo cambió su nombre y religión por Mohamed Alí y luego
fue campeón mundial indiscutible muchos años: no había quien pudiera con él.
Era emocionante ver a Cassius porque no he vuelto a ver a nadie como él en ese
peso. También vimos peleas de box de mexicanos, que eran buenísimos en sus
respectivos pesos. Pero más me acuerdo de las desveladas de campeonato que nos
metíamos antes de exámenes difíciles, como los de Anatomía en aquel año. En
años subsecuentes nos desvelábamos también—tanto, que de su casa nos íbamos al
examen y luego a desayunar a algún Sanborns—estaba de moda el de Tlaxcala e
Insurgentes Sur, a unos pasos del reconstruido Cine de Las Américas, que unos
años antes había sido destruido por adolescentes cuando proyectaban la única
película de Elvis Presley que pasaron en México (precisamente por esa razón).
Desde estudiante, Roberto tuvo
una gran facilidad para la odontología, con unas manos muy eficientes y
veloces. Sin duda fue uno de los mejores de este grupo. Ahora sigue siendo un
gran dentista y rehabilitador.
Carlos Bellamy Haro, hijo de
padres que eran grandes amigos de mi madre, resultó que era seleccionado
olímpico y campeón nacional de 400 metros planos. Era un muchacho muy espigado,
pero duro como el concreto. Pronto nos enteramos que era un gran guitarrista—le
había enseñado su padre, un ingeniero químico muy serio— y que sabía canciones
bellísimas de las que yo ni había oído hablar. Con él empecé a cantar
boleros y canciones románticas. Hacíamos
un buen dueto. Debo advertir que aunque en esa época rockanrolesca me convertí
en bohemio y dejé a un lado a los grandes conjuntos extranjeros que había en
esa época, yo ya había escuchado de mi hermano mayor muchas canciones
románticas. Mi hermano Hugo me ha contado que cuando yo tenía tres o cuatro años
le pedía que me durmiera cantando “muñequita linda”. Carlos pasaba gran parte de su tiempo libre en las instalaciones deportivas de la UNAM. Él fue el que me enseñó a ir a la Alberca de la CU, a la que asistía con frecuencia y a la que luego me acompañaron otros cuates del grupo.
Con Carlos hemos seguido una
amistad que ya está cercana a los 50 años. Él se casó con una compañera nuestra
que ahora es excelente psicóloga clínica y que cantaba ( y debe seguir haciéndolo) muy bien. Siempre he pensado que
todo dentista tiene una parte artística que debe explotar, ya sea en forma
personal o comercial: escultura, pintura, dibujo, música, baile, actuación,
literatura, etc. forman parte de ser dentista. Y ahora, cineasta o fotógrafo
que son, entre otras, las nuevas bellas artes. Carlos Bellamy y yo dimos clases
en la UNITEC desde que ésta se fundó, en 1969/1970. Ahora resulta que él es el
Decano de los profesores de esa Universidad. ¡Cómo pasa el tiempo!
Yolanda, Carmen, Gustavo y Carlos con la lira. Casa de la primera. 1966. |
Allá por los
sesentas llevamos serenatas, hicimos un grupo bohemio en el que nos juntábamos
a cantar y a divertirnos en casa de amigos (señaladamente de Yolanda Federico
Arreola, una tijuanense agradable y bien plantada). En una de esa reuniones
bohemias, años más tarde, me le declaré a mi ahora esposa Marcela
Vivanco la noche de un 6 de octubre, el mes de las lunas hermosas.
Afortunadamente me dijo que sí. De eso hablaré cuando lleguemos a 1967.
Aurelio Ortiz Haro, Marcela Vivanco y Fernando Lagunas en la entrada de la Unidad de Congresos del IMSS, Ca. 1968 |
Aurelio Ortiz Haro era un buen
amigo y compañero muy educado. Su familia decía provenir del héroe Nicolás
Bravo (él era Ortiz Haro y Bravo). Vivía en la colonia Narvarte en una casa muy
grande en Dr. Vértiz. Era un estudioso nato y tenía muy buen sentido del humor.
Era propietario de un Opel muy limpio, que era un auto muy conservador y
popular en aquellos años. Era menudo, pero aguerrido y jalaba con todas
nuestras bromas.
Rubén Malpica, el Flaco, era un
jarocho tímido en aquellos años (luego cambió su carácter para mejorarlo). Era
bastante serio, con gafas oscuras casi permanentes (ha de haber tenido algún
problema ocular), muy delgado y narigón. Moreno claro, de cabello negro y
lacio, tenía sus destellos de simpatía veracruzana y era muy serio en sus proposiciones.
Eso no le quitaba que nos cobrara por modelar nuestros dientes en la clase de
Anatomía Dental—diez pesotes por el diente que fuera. Vivía en la calle de
Anaxágoras, colonia del Valle, con su familia. Tenía, como podrá imaginarse,
una gran facilidad para las cosas manuales. Era muy buena persona y un buen
compañero, pero se enojaba con facilidad. Finalmente se metió en negocios que desconocía y eso lo llevó a perder considerables sumas y su consultorio.
Raúl Castro Núñez, oaxaqueño de
buena familia. Su padre era médico y su hermano mayor, Carlos Armando (muy buen
cuate) iba dos años antes que nosotros. Raúl era un buen político (luego fue
representante de nuestro grupo) y tenía muy buen humor. Con frecuencia nos
juntábamos a estudiar en su depa (en la calle de Gabriel Mancera casi esquina
Morena) porque vivía con su hermano y poseían un motor de banco, con el que
pulíamos nuestras incrustaciones de metal K. ¡Cómo recuerdo, al pulir las de
quinta clase, que de pronto se atoraban en la rueda de fieltro untada con rojo
inglés, y se nos iban de los dedos! Sólo escuchábamos ¡clack! cuando caían al
piso, pero era muy raro que las encontráramos. Claro, esto sucedía cuando
faltaban unas horas para entregarlas puestas en un tipodonto como examen final.
Raúl era un amigo querido por todos, y lo sigue siendo. Corrimos, con los
demás, algunas buenas fiestas o parrandas.
De Armando Salmón podría escribir un libro,
porque era un tipo excéntrico y fuera de lo común. Tenía el cabello café medio
claro, lacio y rebelde y se lo mesaba continuamente. Era de tez blanca, tenía
una nariz afilada y ojos claros, cejas abundantes. Era hijo de mexicano y
estadunidense. Poseía un Opel muy descuidado. Era muy rudo en sus juicios de
los demás y laxo en el propio. Caminaba
como con flojera y tenía una risa fantástica y contagiosa. Cuando se reía, su rostro se iluminaba. Tenía los dedos afilados, propios de un pianista, que no era. Sentarse en clase junto a él era una aventura, porque no se podía saber a qué hora se le iba a ocurrir decir una broma o hacer un disparate. Era un extraordinario amigo durante toda la carrera. El no se casó con una dentista. Qué extraño, ¿no?
Joaco Zavala |
Joaquín Zavala, el “Joaco”, era
tijuanense. Esa denominación era para mí desconocida hasta ese tiempo. Hablaba
muy buen inglés y el español estaba lleno de expresiones champurradas: “bato”,
“morras”, “línea” en vez de frontera, “pistear” en vez de beber. Tenía un
fuerte acento norteño del oeste y a veces usaba botas vaqueras con puntas de
plata. Era muy mujeriego (su especialidad: las estadunidenses que acudían a la
Facultad de Filosofía y letras en los meses de verano). Era alto, moreno claro,
con cejas abundantísimas y dientes envidiables; luego se dejaría crecer barba y bigote. Como buen norteño, era
simpático y sincero hasta las cachas. Lo que decía, lo cumplía. Se juntaba con
otros muchachos de allá mismo y a veces hasta con los sonorenses (no se querían
mucho los tijuanenses con ellos).
Vivía en casa de huéspedes, de las que conocí
varias. Le gustaba “pistear” y juntos y con otros cuates fuimos varias veces a
sitios de norteños en la calle de Amsterdam, en Xola y Av. Universidad y en
Venustiano Carranza—en esta última nos tocó una vez una batalla campal, de la
que salimos bien librados por escondernos bajo una mesa para luego irla
moviendo desde abajo hasta acercarnos a la puerta mientras volaban tarros y
botellas de Corona. Cuando llegamos a la puerta y salimos a la calle, estaban
llegando los policías. ¡Qué salvada nos dimos! Fue también representante de nuestro grupo en
algún año. Entonces, la carrera se estudiaba en cinco años, y no fue sino hasta
1967—tercer
año—en
que los años se convirtieron en dos semestres. Era un muchacho serio y
estudioso, aunque tenía su vena de relajo.
Jaime Villaseñor era un
michoacano bien plantado, delgado y alto (atención: no había gordos entonces),
moreno claro, de cabello ondulado. Muy serio, no dejaba de ser muy aguerrido
con las damas y muy simpático. Dedicaba mucho tiempo al estudio. Era un buen
amigo mío, y yo tomaba muy en cuenta sus juicios porque era sabio.
Aurelio, Mafud, Villaseñor, Vicky Landeros, Marcela Vivanco y Manuel Farill en "El Abajeño", Ca. 1966 |
Armando Mafud era un mexicano de
origen libanés muy agradable (lo es hasta la fecha). Era oriundo de Salina
Cruz. Con el cabello lacio y no muy alto
de estatura, fue nuestro compañero más organizado. La hizo también de
representante de nuestro grupo y tenía una risa tumultuosa (empezaba a reír y
no había cómo calmarlo). En esos tiempos había mucho por qué reír. Vivíamos en
una ciudad limpia, cosmopolita, segura, bonita, llena de cosas qué hacer y a la
vez vivible por su tamaño y por el número de habitantes (unos 4 millones más o
menos). El aire era respirable, podía transitarse en auto o “camión”
rápidamente. Para que se den una idea, mi casa estaba en la colonia del Valle.
De ahí a CU, en el sur de la Ciudad, junto al Pedregal de San Ángel, en mi auto
(tenía un Volvo blanco de cuatro puertas que me “prestaba” mi padre), hacía yo
unos 8-10 minutos. La Avenida Universidad no era del ancho que tiene ahora, y
sus camellones ocupaban más espacio. No había Metro por debajo de ella. Se
cruzaba Rio Churubusco (que era un arroyo) a través de un puente que hacía
saltar a los autos, pero había tramos despoblados en donde se podían hacer 100
kilómetros por hora… Bueno, a lo nuestro. Armando Mafud vivía con su hermano
mayor en un departamento adyacente a la
Avenida Taxqueña (ahora M.A. de Quevedo) cerca del cruce con División del
Norte.
He dejado al final a Raúl Cameras
Meneses, mi compadre, que era un buen muchacho de San Cristóbal de las Casas,
Chiapas. Era de buena familia y tuve el gusto de conocer muy bien a sus padres,
hermano Leopoldo (el hombre más feliz del mundo) y hermana menor Lupita. Estudió
hasta la secundaria en su estado natal, uno de los lugares más bellos del país,
y luego llegó a la ciudad (recuerdo que me platicó que se le salieron las
lágrimas en el omnibús en el que llegó a la ciudad de México vía Calzada
General Zaragoza, al ver el tamaño de la ciudad. Téngase en cuenta que era un
muchacho de 15 años). Es de estatura regular, moreno claro, de cabello y ojos
oscuros y sonrisa envidiable. Con un sentido del humor extraordinario y con
excelentes ocurrencias constantes. Como buen chiapaneco, era muy valiente sin
andarlo cantando. Tenía mucha facilidad para los deportes (de vez en cuando
organizaban pequeños juegos de fútbol en el estacionamiento de atrás de la
Escuela). Era de una inteligencia y simpatía extrema y jamás se rajaba de lo
que decía. Posiblemente fue uno de los mejores estudiantes de este grupo, ya
que tenía una gran inteligencia y una gran retentiva. Les caía muy bien a todas
las muchachas del salón y de la escuela.
Dejaré para otro Post la
descripción de otros grupos de compañeras y compañeros.
Pues, entre estudios, las inolvidables disecciones en cadáver, prácticas
muy interesantes de laboratorio, angustias por el rigor de microbiología,
anatomía e histología y embriología nos pasamos el año mientras que nos íbamos
conociendo. Fue mi peor año en la carrera, porque tuve 8 de promedio.
Que yo recuerde tuvimos dos compañeros que sólo estuvieron ese
año con nosotros y luego dejaron la carrera: Luis Stern y una muchacha
rubiecita de la que sólo recuerdo que se llamaba Leonor y que era amiga de Georgina González Hermosillo y de
Virginia de los Cobos, hija de otro renombrado dentista. Ojalá me refresquen la
memoria algunos de mis compañeros. Recuerden que pueden dejar sus comentarios, sus
porras o quejas al final de este blog.
Mientras tanto, en la UNAM
estaban cocinándose cambios para mal (según yo). Nuestro Rector era
posiblemente el mejor hasta ese tiempo: el Dr. Ignacio Chávez. Había
establecido el examen de admisión para quienes quisieran ingresar a la UNAM,
vinieran de donde vinieran. Sus ideas eran extraordinarias, pero al
implementarlas lo hacía sin vacilaciones, cosa que le ganó enemigos, como
sucede con las personas inteligentes, rectas, honradas y que sin titubear
persiguen el mejoramiento de las instituciones. A finales de ese año, el
Presidente de la Sociedad de Alumnos de la ENO acudió a nuestro grupo para
preguntarnos si estábamos de acuerdo con la manera en que el Rector llevaba a
la UNAM, y aunque nuestro grupo nada sabía de eso, la mayor parte de los
estudiantes de otras escuelas habían votado que “no”. Para quien quiera ver un
enlace a la biografía del Maestro Ignacio Chávez, pueden hacerlo en http://www.colegionacional.org.mx/sacscms/xstatic/colegionacional/template/content.aspx?se=vida&te=detallemiembro&mi=98
De vez en cuando me daba mis
escapadas y me iba a la Escuela de Ciencias Químicas a visitar a mis compañeros
y a olfatear el aroma a ácido sulfhídrico de los laboratorios. Sentía cierta
envidia al ver que ellos ya estaban en tercer año y yo apenas reiniciaba en
primero. Entonces se decía: “Quien pasa primero y llega a tercero, ya es
ingeniero”. Gracias a estas visitas aún conservo la amistad con muchos de
ellos.
Los que tomamos la Escuela, saliendo de madrugada de la casa de Roberto Magallanes, fuimos (a reserva de recordar a todos o de poner a alguno que no estuvo presente): Roberto Magallanes, Carlos Bellamy Haro, Raúl Cameras Meneses, Benito Raúl Rodríguez, Fernando Lagunas Chávez, Joaquín Zavala, Rubén Malpica Domínguez, Oscar Lozano (QEPD), Manuel Farill, Aurelio Ortiz Haro, y una aguerrida reportera del Universal, Graciela Leal. De ésta última, mi querida prima, guapísima, sólo puedo decirles que el entrar con nosotros a la escuela le costó que le quitaran el puesto porque la UNAM no era su "fuente".
Los que tomamos la Escuela, saliendo de madrugada de la casa de Roberto Magallanes, fuimos (a reserva de recordar a todos o de poner a alguno que no estuvo presente): Roberto Magallanes, Carlos Bellamy Haro, Raúl Cameras Meneses, Benito Raúl Rodríguez, Fernando Lagunas Chávez, Joaquín Zavala, Rubén Malpica Domínguez, Oscar Lozano (QEPD), Manuel Farill, Aurelio Ortiz Haro, y una aguerrida reportera del Universal, Graciela Leal. De ésta última, mi querida prima, guapísima, sólo puedo decirles que el entrar con nosotros a la escuela le costó que le quitaran el puesto porque la UNAM no era su "fuente".