En 1967, (y me estoy adelantando, pero no quiero que se me pase) conocí al Maestro Salvador Novo, quien también vivía en Coyoacán, en el número 1 de la calle que hoy lleva su nombre. Llevaba su nombre porque era un homenaje que el Gobierno hacía a sus Cronistas de la Ciudad. Su casa ya fue demolida.
Lo
conocí porque me habían publicado un cuento en la Revista “Punto de Partida” que acababa de inaugurar la Maestra
Margo Glantz, y él leyó mi cuento llamado “Cuernoslargos”. Me sorprendí cuando en su artículo semanal
en el Excelsior, me mencionó y habló algo así de la “alegría de la escritura
del joven Farill”, cosa que me hizo ir a conocerlo y agradecerle el elogio.
Fuimos la primera vez Marcela y yo a su estudio sito en la calle de Madrid 13, en Coyoacán, justo arriba de su restaurante para gourmets llamado “La Capilla”. Nos recibió con mucha amabilidad y creo que le caímos muy bien, tanto que a Marcela, que entonces era mi novia, le obsequió un colibrí disecado envuelto en un paño, como para colgarse del cuello. Adujo que era una costumbre náhuatl—era un erudito en la lengua y costumbres náhuatl—para las mujeres, no sé si para que se casaran o para que tuvieran hijos, pero para las dos cosas le sirvió a Marcela. Dicho colibrí se deshizo con el tiempo.
Era impresionante
la joyería que empleaba de
forma habitual en sus manos: cuatro o cinco
anillos de diferentes metales o piedras semipreciosas (que cambiaba según el
día) de tamaño descomunal. Y según el día que fueras llevaba una peluca de
diferente peinado y, sobre todo, de diferente color. La más llamativa era una
color zanahoria oscura.
Algunas
veces que lo fui a visitar para platicar porque era un agasajo.
Un
hombre cultérrimo y filoso como una navaja: si te quería denigrar, no te dabas
cuenta de que te “había matado” hasta horas después (hablaba y escribía en
cinco idiomas: español, inglés, italiano, nahuatl y francés), o para
consultarle alguna cosa de historia—era un historiador, poeta, publicista, ensayista, escritor,
dramaturgo, guionista y cuentista
nato y sabroso, sólo
hay que leer sus libros sobre “Los periodos presidenciales de…”. También fue un excelente administrador
de varias entidades culturales de gran importancia en diversas
Secretarías de Estado. Fue miembro de la Academia de la Lengua Española.Don Salvador Novo
Tuvo la deferencia de invitarme
varias veces a comer con él en su mesa del restaurante “El Refectorio” (que tenía exterior
e interior, en un patio techado). Me llamaba “Don Manuel”. Me preparó unos
martinis exquisitos (aclaro: el plural de martinis debería ser, en italiano,
“Martini”) y comimos delicioso, incluyendo un platillo—sopa de calabaza—que él
había inventado. No ignoro lo que se dijo de él justo antes y durante
el Movimiento del 68, denigrándolo, pero nunca tuvo que ver conmigo, nunca se
me insinuó. Para mí era un cuate y yo lo era para él. Era
gay por los cuatro costados, pero a mí nunca me hizo un “pase”.
Se dice que fue el escritor Luis Spota quien lo llamó «Nalgador Sobo». Novo, en respuesta le escribió con gran
fineza e ingenio lo siguiente en el Excelsior: «Este grafococo tierno lleva, por signo fatal, como apellido paterno la
profesión maternal.»
Novo fue lo que Carlos Monsiváis (Monchiflais)
hubiera querido ser si hubiera salido del closet de jovencito y si hubiera sido
mucho más valiente y muchísimo más ingenioso, extrovertido
e inteligente. A él también lo conocí en casa de Emmanuel Carballo, junto con
un montón de escritores y artistas. Ahí le presenté a Carballo a Enrique
Ballesté, compositor, autor y dramaturgo y a mi compadre Guillermo Ordóñez,
excelente actor y declamador. En esa época empecé a conocer a muchos de los
grandes intelectuales de aquellos tiempos. Cuando salió nuestro
()de los supuestos “onderos”)
segundo libro de la mal-llamada-Onda titulado “Narrativa
Joven de México” (Ed.
Siglo XXI) —también hecho por Margo—, una recopilación de cuentos junto con las autobiografías de varios escritores jóvenes
de aquel entonces, conocí al inefable José Agustín (¡hola Agustín!), a mi amigo
el elegante René Avilés Fabila (QEPD), a Xorge del Campo, a la agradable y
excelente escritora Elsa Cross, a Eduardo Naval y a Gerardo de la Torre, además
del admirado Juan Tovar, quien se dedicó al cine con éxito.
Poco
tiempo después, en 1968, publiqué mi primera novela, “Los Hijos del Polvo” en la
Editorial Diógenes, propiedad de Emmanuel Carballo y Martín Luis Guzmán. Estuvo
10 semanas en la lista de las 10 más vendidas en México.
Cuando Novo murió
en 1974, se
llevó una parte importante de la cultura mexicana y muchísimos chismes con él.
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