martes, 29 de julio de 2014

Confi-Dental

La Odontología Mexicana de 1965 a 2010

Martes, 29 de julio de 2014

Dr. Manuel Farill Guzmán
 
Creo que debo advertir que mi paso por Ciencias Químicas me dejó marcado para bien. Aprendí a tener un enorme respeto por las ciencias exactas y por la ciencia en general. Dada la seriedad de los estudios aprendí a priorizar los asuntos y eso me ha ayudado a lo largo de mi vida. Estudiar esos años me hizo pensar más, pero más claramente, con mayor rigor y a ordenar y compartamentalizar—¿así se dirá?— mis pensamientos. Y desde luego, recuerdo con gusto a algunos de mis estupendos compañeros: mi tocayo Manuel Aysa Bernat, Carlos Longares, Enrico Martínez, Leonardo Zamora Lira, Francisco Barnés (luego Rector de la UNAM), Goyo Osuna, Chito de la Huerta, Miguel Brinckman (inteligentísimo, buena gente y con una sola mano, pues la otra la había perdido en un accidente), Rogelio Rebolledo, los gemelos Beraza, Eustaquio Ybarra, etc. 




Marcela y yo en una cena baile de la Generación 63-67
de Ingenieros Químicos. Destaca mi Tocayo Manuel
Aysa con Gloria, su primera esposa  (Ca. 1975)
Además, esos dos años no los pasé precisamente encerrado en un closet: crecí mental y espiritualmente, maduré mi manera de ser y aprendí a tratar a mis compañeros, a los maestros y a las autoridades—a la gente, pues—, cosa que me ha servido mucho siempre. Y por todo ello, agradezco a mis padres sui comprensión para entender que realmente necesitaba cambiar de carrera. Esta comprensión debe caber en todos nosotros, ya que las pruebas vocacionales para mí no han demostrado su infalibilidad.  



Mi credencial de Ciencias Químicas
Esto hizo que cuando entré a Odontología yo ya llevara una buena experiencia en el sistema universitario, lo que me daba ciertas ventajas. Sigo viendo a varios de mis amigos de ese tiempo, y siempre lo hago con gusto. Y sí: todavía sé muchas cosas de química, procuro leer sobre esta materia, me sé las valencias y puedo balancear fórmulas y cuando se trató de estudiar Bioquímica—en segundo año de la carrera—, el Maestro Federico Fernández Gavarrón me pidió que le ayudara a explicarles algunos temas a mis compañeros de clase, a mi manera, cosa que hice con gusto. Recuerdo que una de aquellas explicaciones fue la diferencia entre diversas clases de soluciones: en porcentaje, las molales, las molares (de la palabra MOL, no de dientes), etc. 
Este maestro era un pozo de ciencia, pero no era lo que podríamos decir muy didáctico, y tenía la particularidad de complicarse al explicar los temas más sencillos. No cabe duda de que era una luminaria de la Bioquímica, pero creo que más bien debió haberse dedicado a la investigación. Era muy buena persona, de unos 50 años en aquella época, claudicaba al caminar y tenía un tipo clavado de español. Incluso, algo le quedaba del acento peninsular. 

PARTE 3
LA ESCUELA DE ODONTOLOGIA
La Ciudad Universitaria, inaugurada en marzo de 1954, estaba concebida en tres zonas. La primera, llamada Zona Escolar  estaba subdividida a su vez en otras secciones: A partir de la Rectoría y en sentido de las manecillas del reloj: Humanidades, Ciencias, Ciencias Biológicas—aquí está nuestra Facultad— y Artes (arquitectura)), construida alrededor de una explanada con jardines en la cual se ubicarían los edificios administrativos y la majestuosa biblioteca central. La segunda zona estaría destinada a los campos deportivos de diversas disciplinas. Y, por último, la zona del Estadio Universitario, que en 1968 pasó a ser el Estadio Olímpico Universitario. La primera generación de cirujanos dentistas que estudió en CU en su totalidad fue aquella a la que pertenecieron los doctores Saúl Rotbgerg Jankla y “El Chilaquiles” (QEPD), como le decíamos a un buen profesor de exodoncia cuyo nombre se me escapa. Mil disculpas.



Mapa moderno
de la Ciudad Universitaria
La escuela era un rectángulo alargado visto de desde arriba en forma de T mayúscula con la pata muy chaparra dirigida al norte, en cuyo unión con el edificio estaban las escaleras. Su eje mayor corría de este a oeste. Las aulas y clínicas se orientaban al Norte por un lado y por el otro al Sur. En las partes alargadas orientales estaban laboratorios, talleres, anfiteatro y pequeñas aulas. Del otro lado del centro, el lado occidental, estaban las clínicas con sus respectivas entradas con sus salas de espera, la zona de radiología en la planta baja, y en el extremo oeste el elevador (con su respectivo operador, un callado hombre mayor que—sentado en un banquillo—leía perpetuamente libros de aventuras y de cacerías en África); lo bromeaba yo siempre diciéndole que su vida estaba llena “de altas y bajas”,y sonreía. De ahí, en la planta baja, en tres pasos estaba uno en la pequeña cafetería, que daba hacia el Campus. En el extremo oriental de la planta baja, en una extensión paralela que corría al sur, estaba el anfiteatro y el depósito de cadáveres, con dos aulas, una rectangular convencional y otra en la que había que permanecer parado mientras el profesor disertaba, muy parecida al aula que retrata Rembrandt en “a lección de anatomía del Dr. Tulp”. 

En el post anterior hay una foto de la ENO para poder explicarles mejor lo que sigue. La pata de la T, en la planta baja correspondía al área administrativa y la Dirección. En el primer piso, esta misma área era la magnífica biblioteca.  Arriba de ella en los pisos siguientes estaban las aulas, siendo la mayor de la Escuela la del segundo piso. En los pisos superiores había más aulas chicas, medianas y grandes. En el cuarto piso estaba el área de cirugía y exodoncia, en donde había hasta dos cuartos de recuperación tipo hospital, con camas y todo—muchos compañeros (cuyos nombres guardaré) hicieron uso de esa camas con otros fines más venéreos, y muchos otros se quedaron con las ganas. Todavía podía subirse a pie otro piso, en donde estaba un aula que no tenía más que una entrada y que llamábamos “el campanario”. Si caminabas hacia el otro lado de ese piso, que en realidad era la azotea, salías al aire libre, en donde había laboratorios de investigación de ciencias básicas, porque ya desde la administración anterior a la del Dr. Santos Oliva, la del Dr. Ignacio Reynoso Obregón, se planeaba volver Facultad a nuestra Escuela. Además estaba el sótano que ya he descrito. Del Dr. Reynoso sólo puedo decir que ha sido el mejor líder que ha tenido la odontología en México.




Maestro Ignacio Reynoso Obregón
caminando por el Campus.
(Foto del autor, 1968)
Muy católico, hacía buenísimos martinis secos, tenía una familia feliz y murió, años después, como lo hubiera deseado, justo tras de haber comulgado. Era también cirujano maxilofacial con su consultorio en la calle de Puebla, en la Colonia Roma, (al final de su carrera fue el jefe de odontología del Hospital Infantil) durante sus estudios fue Consejero Universitario, luego excelente profesor, Director de la Escuela, Presidente de la ADM, Presidente de la Academia Nacional de Estomatología—que debería ser revivida para hacer un conglomerado de los mejores cirujanos dentistas del país agrupados por especialidades. Si hubiera otros doctores como él, sin duda la ADM estaría en pleno apogeo en manos de cirujanos dentistas de verdad y la profesión sería fuerte y unida, como se pretendió hacer en 1942 al fundar a la ADM.  Por cierto que el gran maestro de la Cirugía Máxilofacial mexicana fue el finado y finísimo Maestro Javier Sánchez Torres, quien realmente fundó esta escuela en la que México es una potencia mundial. Los cirujanos máxilofacialesd mexicanos preparados en instituciones hospitalarias reconocidas y en la UNAM pueden hacer maravillas. Aunque los cirujanos plásticos, como el médico Dr. Fernando Ortiz Monasterio y muchos de sus discípulos siempre les pusieron mil obstáculos y ellos mismos se precian de hacer cosas en NUESTRO territorio que nuestros maxilofaciales pueden hacer igual de bien o mejor. Bueno, pero volvamos a nuestro tema.

Por otra parte, supuestamente se podía escoger ir a clases en turno matutino o vespertino. Yo siempre fui en el matutino, por lo que salía de clases cuando mucho a las 2, excepcionalmente a las 3 pm. Eso sí: la mayoría de mis clases empezaban a las siete de la mañana y reconozco con pena que usualmente llegaba un poco tarde a esas clases a pesar de que vivía en la Av. Universidad, a escasos dos kilómetros de la escuela. Alguna vez me tocó ir a alguna clase los sábados por la mañana, lo cual era raro.
Ni a los profesores ni a las autoridades nimenosa los alumnos nos gustaba aquello. Creo que la clase de clínica del Primer Curso de Clínica Dental,  que ofrecía el Dr. Enrique Aguilar auxiliado entonces por los doctores José Raz Guzmán y Roberto Sánchez Sotres (todavía no entraba en acción el Dr. Aurelio Herrero, quien era mi compañero de la generación anterior) era los sábadostres horas seguidas y si no llegabas a tiempo ya no entrabas en un laboratorio que estaba al final del pasillo oriental del primer o segundo piso. Tenía uno que ir cargando el maletín con el motor eléctrico, fresones, dientes de yeso tamaño pterodáctilo, un trapito para colocar los instrumentos y los mismos instrumentos (que eran fácilmente desaparecidos en un descuido).

Maestros Eduardo Ortega Zárate, Javier Sánchez Torres y Enrique
C. Aguilar en una comida, (Foto del autor, Ca. 1980)
El Dr. Aguilar, quien sentía afecto por mí—aunque jamás pudo decirme “Manuel” y siempre me llamaba “Luis”, como mi padre y hermano mayor—, nos sentaba en orden alfabético, así que me tocaba sentarme justo antes de mi amiga la Dra. Mireya Feingold. El Dr. Aguilar fue alumno de mi padre y profesor de mi y de mis hermanos Luis (allá por 1948) y Jorge (en 1971 aproximadamente). Se decía que era uno de los que había planeado (bien por él) la arquitectura de la escuela. Fue un profesor muy respetado e inteligente, además de muy serio y muy exigente, cosa que compensaba con su buen carácter cuando estaba de buenas (como todos). Tenía un apenas perceptible acento estadunidense—al iniciar las oraciones decía “ah, tal cosa”; el “ah” era el vocablo que lo caracterizaba—, tal vez para hacer notar que había estudiado por esos lares allá por 1943, era moreno claro, con un bigote bien cuidado, con estupenda dentadura, el cabello eternamente negro y de regular estatura. Era mexicano hasta las cachas y un muy buen profesor y amigo. 
Marcela Vivanco en una unidad Siemens,
clínica de Odontología Infantil, Foto
del autor,1968
Había dos grupos en el turno matutino, y otros dos en el vespertino. Calculo que en la ENO habría unos 1400 alumnos en total. Las clínicas eran amplias, estaban todas dentro de la escuela—ni se pensaba en hacer clínicas periféricas— y hasta había lugar para que se estacionaran los alumnos y profesores poseedores de autos. La clínica uno (primer piso) era la más moderna, con unidades Ritter, ya que las dos y tres (al final de mi carrera se abrieron otras dos en la planta baja) tenían equipos Siemens ya pasados de moda. Sin embargo, en casi todas las materias clínicas todavía teníamos una unidad por alumno. Como ya sabíamos cuáles tenían algún defecto, escogíamos las que trabajaban bien. Había unidades con air-rotor—de las primeros, ruidosísimos, como llamábamos a las turbinas neumáticas, pero el primer año de clínica, o sea en tercer año de la carrera, no se nos permitía trabajar más que con baja velocidad, lo que era más seguro para la pulpa del paciente, pero un infierno de lentitud para los aspirantes a dentista, quienes trabajábamos de pie. Nos dolía la mano al principio, por la fuerza que teníamos que hacer para penetrar el esmalte. Imaginen abrir un diente con baja velocidad (con motores de violín), y con fresas de acero en lugar de carburo de tungsteno. Añadan a eso que los profesores nos hacán cambiar de forma de fresa cada paso y tendrán una idea de lo que nos tardábamos en hacer… comunicaciones pulpares al principio.  Les voy a decir algo que causa envidia: en primer año los estudiantes tuvimos en el sótano baños con regaderapara hombres y para mujeres, naturalmente, un casillero personal, o a lo mejor compartido con otro compañero. Andrade Garín y yo compartimos el primer casillero en 1965. En el sótano era en donde estaban también un almacén con las unidades desechadas y un taller en donde había técnicos de reparación de los equipos.
PARTE 4

Mi grupo, con Uehara, Mario Gatica, Claudia y Gaby
García Moreno y "Pete" Wallentin. Pueden reconocerse
otros compañeros, entre ellos Magallanes, Ortiz Haro, Cameras,
Marcela y yo. (Foto del autor, 1969)
En 1965, tras de pasar el temido examen de admisión a la UNAM por segunda vez, ingresé a la ENO en el Grupo 1 matutino. El primer día de clases, por ahí de inicios del mes de febrero (entonces se entraba a la escuela casi siempre el primer lunes de febrero), subí las escaleras hasta que me encontré a un tipo de rasgos orientales y de mediana estatura. Órale, me dije, ya hasta Japón llegó la fama de la UNAM. Algo le pregunté en español lento y claro mientras él me miraba con algo de recelo y ante mi gran sorpresa me contestó no sólo en español, sino que con un marcado acento norteño que luego supe era sonorense. Era mi amigo querido Mario Uehara, el primero de mi generación con el que hice contacto. Cuando me repuse de la sorpresa, vi que la hebilla de su ancho cinturón con el que ajustaba sus Levi´s (que mostraban abajo sus botas) decía con letras negras “Ciudad Obregón”. ¡Sorpresas te da la vida! Desde entonces, hemos continuado la amistad, ahora por correo electrónico, porque él vive en Sinaloa, donde está felizmente casado y con familia.

Ya en el Aula Principal de la escuela, que entonces era la número 4, y que era la única en la que cabíamos todos los que ese grupo, me dirigí a la parte trasera del las butacas para observar la llegada de mis compañeros. Nunca me ha gustado sentarme hasta adelante. Poco a poco fueron llegando, todos con cara de azorados. La inmensa mayoría pisaba la UNAM por primera vez (yo ya había estado dos años en Prepa 5 y dos en CQ) y estaban sacados de onda. Identifiqué a las compañeras—todas bellas—que se sentaron hasta adelante, a los que se sentaban cerca de las salidas laterales y empecé a ver quiénes se sentaban conmigo hasta atrás. Hasta la fecha sigo siendo amigo de éstos últimos: Raúl Cameras Meneses, chiapaneco; Raúl Castro Núñez, oaxaqueño; Armando Salmón, citadino; Joaquín Zavala Cota, tijuanense; Aurelio Ortiz Haro, citadino y con el cutis muy blanco; Fernando Lagunas, citadino; un espiritifláutico, narigón, tímido, Rubén Malpica Domínguez, veracruzano;  Raúl Benito Hernández, del estado de México; Carlos Bellamy Haro, citadino, con un cuerpo espigado y atlético (luego nos enteramos que era Campeón Nacional de 400 metros planos). Unas filas adelante, sentado entre mujeres, un tipo bien parecido y sonriente: Roberto Magallanes Ramos (citadino), y un poco más allá un grandote con cara de pocos amigos, pero muy buena gente: Luis Velasco Mancera y un muchacho moreno, potosino, Guillermo Santos. Recuerdo muy bien a Pedro Flores, Oscar, Carmen Chávez, Gustavo Román Pulido, la amable Yolanda Federico Arreola, Manuel Mata Quiñones (quien era mucho mayor que todos nosotros), Ramiro González (tijuanense también), Martha Collado, Mireya Feingold y Eva Cherninsky, Roberta Collado, Velia Ramírez, Vicky Rodríguez, Alba de Dios, Cecilia Villegas y su música, Marcela Vivanco (mi esposa, pero entonces no éramos novios, ya veremos esa historia), Esperanza Ortiz Gea, Cristina Nieto, Georgina González Hermosillo, Gabriela García Moreno, Virginia de los Cobos, Luis Schilinsky (espero se escriba así), Luis Stern (que sólo estuvo un año con nosotros), el brillante Enrique Bimstein y el inquieto Mario Tobías.  Y cómo olvidar a Pepe Yokoyama, quien luego fue novio de Silvia Izurieta (ahora son esposos, recuerden el Gene del Eugenol), Edith Díaz Escobar, Guillermo Cervantes, el gentil Alejandro Cabello, junto con sus inseparables Fernando Morales Garfias y Jorge Campos Molina; al sonorense  Chuy Tirado (el Alma Grande), así como a otro muy buen estudiante: Fernando Mejía Tapia y al ahora finado Carlos Nussbaumer. No puedo ni requiero nombrar a todo mi salón, pero cuando me junto con mis compañeros de salón siento que estoy en mi primera juventud. Ofrezco una disculpa a los que no he nombrado o nombraré, pero la memoria no es muy fiel a nuestra edad, confío que al seguir utilizándola para ir escribiendo y al recibir comunicaciones de mis lectores habrá de mejorar. No por ello los quiero menos. Lo mismo sucede con los del Grupo 2, también matutino, entre los que hice y mantengo buenas amistades que se han tornado excelentes con el paso de los años. Para Ripley: de los que mencioné líneas arriba, 16 nos casamos con dentistas (unos duraron, otros no), muchos del mismo salón. El Gene del Eugenol es obsesivo-compulsivo…
Haciendo una extracción a Raúl Cameras,
 Raúl Castro con los "fórceps", Armando Salmón arriba y
Guillermo Cervantes (Foto del autor, 1968)
¿Y qué creen? El primer año de la carrera constaba de cinco materias, las que me había autorizado el Departamento de Orientación Vocacional de la UNAM. Eran Anatomía Humana con sus prácticas y disecciones en todo el cadáver; Anatomía Dental con sus arideces e importantes modelados en cubitos de cera; Histología, Embriología y sus prácticas en laboratorio; Materiales Dentales y prácticas e Iniciación a la Odontología. Sus respectivos profesores fueron los doctores Enrique Acosta y Vidrio (con sus ayudantes), Rafael Esponda  Vila; Víctor de la Rosa Huesca, Eduardo Ortega Zárate (a quien todo el mundo apodaba “El Gallo”) y el mismísimo Director, Miguel Santos Oliva. Debo advertir que esta materia era obligatoria, pero era a fuerzas, y la compañera que pasaba lista me gustaba. Si tuviera que calificar a estos maestros, les pondría respectivamente 8,8,10,10 y 7. De la última materia, recuerdo una imagen que nos creó el Dr. Santos al enseñarnos una técnica para recordar las cosas. Y como ven, sí sirvió. Lo que no sirvió es para recordar qué diablos significaba esa imagen. Era la imagen de un cisne blanco nadando con un cenicero en la cabeza, como sombrero.

Mi amigo y maestro Eduardo Ortega (ver foto, arriba) todavía acude a su consultorio en Las Lomas, y tiene un hijo que ha salido tan buen dentista como él. De él siempre he aprendido muchas cosas, pero destacan su simpatía e inteligencia, su calidad humana y su sencillez. Con el maestro Víctor de la Rosa y Huesca fundamos la UNITEC allá por 1969 y sigo sintiendo gran admiración por él y su bondad. Estos dos maestros, Ortega Zárate y De la Rosa nos dieron clases cuando acababan de regresar de sus estudios el primero en Materiales Dentales en la Universidad de Indiana (de sus imitadores salió la “moda” de estudiar en Indiana), el segundo de la Universidad de Loma Linda, California, así que ya se darán cuenta los lectores de la calidad y actualización de sus clases.

Decían que una buena carrera se llevaba así: en primer año con el Dr. Ortega, en segundo con el Dr. Enrique Aguilar, en tercero con el maestro Pablo Serrano—uno de los hombres y dentistas más inteligentes, cultos y con gran calidad humana que he conocido—, en cuarto con Espinosa de la Sierra y Carlos Rosas… Yo traté de seguirlos. Y me dan pena aquellos estudiantes de hoy que sólo tienen “profesores vedettes” que los hacen sufrir injustificadamente y gozan tratándolos mal. ¿No será por la falta de seguridad en sí mismos de estos profesores?
 

No hay comentarios: