martes, 22 de julio de 2014

La Odontología Mexicana de 1965 a 2010

Dr. Manuel Farill Guzmán 

PARTE 1



Era el año de 1963. Acababa yo de ingresar a la Escuela Nacional de Ciencias Químicas (ENCQ) estudiando para Ingeniero Químico, en la CU de México, D.F. Era yo “perro” (novato) del Grupo 4 y como tal, había sido rapado por varios compañeros de años superiores. Van ustedes a pensar que el que lo raparan a uno era vejatorio, pero al contrario,  los “perros” tomábamos como un honor el andar pelones temporalmente  porque significaba que ya éramos estudiantes de la UNAM. Las muchachas nos veían como buenos  prospectos y era un descanso del peinarse los copetes. Era la mera época del rockanrol. James Dean y Natalie Wood causaban furor. Los Teen Tops, los Locos del Ritmo y los Rebeldes del Rock, Angélica María, Alberto Vázquez, César Costa y otras muchas revelaciones del momento cantaban por radio y TV todo el tiempo. Las películas de Elvis Presley estaban prohibidas en México por temor a lo que pudieran hacer los “rebeldes sin causa”.
Facultad de Química desde Medicina


Era una de las ciudades más hermosas, bien planificadas, vivibles y seguras del mundo. Hay ocasiones en que siento como que de eduqué en una ciudad y ahora vivo en otra más insegura, más violenta, más atiborrada de autos, gente y esmog. No es que yo sea de los que dicen “todo tiempo pasado fue mejor”, pero se vivía muy a gusto en un país de 41 millones de habitantes, de los cuales habitaban la ciudad de México 5.8 millones. Cuando me recibí en 1970, la ciudad contaba con 6,874 165 habitantes, todas cifras del INEGI. El día que cumplí 21 años mis amigos y yo nos fuimos caminando desde la colonia Del Valle al Centro —pudiendo tomar un trolebús por 35 centavos— y de regreso a las 3 AM, cruzando por las colonias de Los Doctores (que ahora no visito ni de día) no por una manda religiosa ni nada por el estilo: era la fecha en que ya podía entrar al centro nocturno “El Siglo XX”, que está frente al Cine Teresa, en pleno Niño Perdido, ahora Eje Central, y que era de los pocos en donde las vedettes se descubrían los senos. Ahora, enciendes la TV y ahí están: y no como comedor, sino como parque de diversiones.

Pasé bien todas mis materias de aquel año (lo cual es difícil)  y en 1964 pasé a segundo año en el Grupo 1-F . Era mucho más difícil y con profesores más perros —pero excelentes— que los del año anterior. No era el salto del 1 al 2, era como de 1 al 4. Debo advertir que estudiar esta carrera es de tiempo exclusivo: clases y laboratorios de 7 am a 15 horas. A veces, clases en las tardes o en sábado. El resto del tiempo en el laboratorio adjunto al salón. En casa, el poco rato que se pasa ahí, hay que seguir estudiando. En verdad, es una carrera agotadora, muy dura, y felicito a mis compañeros que la terminaron, que ahora son todos ricos.

No me encontraba a gusto porque yo había pensado que la carrera tenía más química que matemáticas, pero no me había puesto a pensar que el lenguaje de la ciencia es ésta última. Yo me había destacado en química en secundaria y prepa, y resultó que la carrera era mucho más teórica que práctica (estamos hablando de cálculo diferencial e integral y de muchísima física). Tras mucho pensarlo y consultarlo, decidí acudir con mi asesor de carrera (¡entonces los había —no sé ahora— en Servicios Escolares!) y pedir un cambio de carrera. El problema era que no sabía qué quería estudiar. Me hicieron 32 exámenes  vocacionales—ah, cómo los recuerdo, hasta me dolía la cabeza al salir de resolverlos— y decidí por consejo de mi padre ir algunas mañanas a diferentes escuelas y facultades a asistir a alguna—a cualquier clase, para ver por dónde iban mis gustos y sobre todo mi vocación. Así, asistí a Arquitectura, Medicina, la recién creada carrera de Licenciado en Administración de Empresas, a otras áreas de química (había entonces otras carreras, como Químico Metalurgista de tres años y que entonces exigía trabajar en las minas, la de Químico Farmacobiólogo, que estaba casi totalmente habitada por mujeres y la de Químico, que era para aquellos muchachos que desean pasarse la vida en un laboratorio, sin tanto contacto humano, o por lo menos eso era lo que se pensaba entonces). Eran tiempos en los que la mente era tan tradicional que si uno estudiaba una carrera, tenía que ejercerla, nada de estar vendiendo cosas y de dedicarse a otra actividad. En cambio ahora es lo que hacen casi todos los jóvenes.
Semanas después, el Departamento de Orientación Vocacional de la UNAM me dio su veredicto: nunca habían visto un muchacho con tanta predisposición para la Ingeniería Química como yo, y por consiguiente no me autorizaban el cambio de carrera (¿a cuál?) pero en cambio me podían autorizar a que me inscribiera en 5 materias de la misma área químico-biológica.
No. Nada me convencía. Y entonces sucedió el milagro.

PARTE 2


Mtro Dr Luis Farill Solares
Mi padre, un prestigiado Cirujano Dentista titulado en 1927, cuando la Escuela estaba en la calle de Licenciado Verdad, en el Centro Histórico de la ciudad (ahora llamado Palacio de la Autonomía”), ahora justo frente a la entrada de la zona arqueológica del Templo Mayor, me sugirió: “¿Por qué no te das una vuelta por la Escuela de Odontología?”  Tuve el horror de contestarle que me daba asco meter las manos en la boca de la gente. Lo que son las cosas. Ahora ya cumplí 44 años de hacerlo y cada vez con más gusto. Pero, viendo que —como casi siempre—podría tener razón, accedí y él de inmediato me dio una carta de presentación en uno de sus recetarios para que yo me apersonara con nada menos que el Director en aquel tiempo, un amigo de mi padre y luego mi maestro, mi Director de Tesis y de Examen Profesional y, dos años más tarde, testigo de mi boda: el maestro Miguel Santos Oliva, un cirujano máxilofacial cuando aún no había esa especialidad en México. Entonces se dedicaba uno a lo que quería y a lo que más facilidad tenía, la profesión era muy abierta. Pongo aquí la carta que le entregué de parte de mi padre y por la que él, desde luego, me facilitó la entrada a cualquier clase de la ENO que yo quisiera de ese año de 1964. Así conocí a muchos compañeros que luego iban un año “arriba” de mi generación: Luis Farell, José Luis Gutiérrez “el Francés”, Vallejo, Oneto, Carlos Paz, Genaro Barrera, Jorge Couto, José Mote, Jaime Moedano, y entre las compañeras, entre otras, a Hilda González Elizondo, Virginia Núñez, Raquel Zagorín y a la famosa Lourdes Aguilar, quien era la estudiante más aplicada de la Escuela y poseedora de la beca del Rector. Ellas luego se casarían con colegas míos, siguiendo la Ley del Gene del Eugenol, que inventé y que dice “Los dentistas tienden a casarse entre sí para producir aún más dentistas”. La verdad, la cantidad y calidad de las chicas que pululaban por la Escuela fue un factor interesante para que yo me inclinara por esta carrera: Julieta Algazi, las hermanas Díaz—ahora una de ellas, Martha, una prestigiada historiadora y ejecutiva de la Facultad de Odontología—, Margarita Rodríguez, Lourdes Fragoso,  y muchas otras influyeron para que me decidiera a estudiar esta carrera. Pero no se crea que esto queda ahí, porque en mi generación también hubieron muchas compañeras de buen ver y tuve la fortuna de casarme con una de ellas, que además, es muy inteligente, capaz y bondadosa. Pero me adelanto.
Me gustó tanto la carrera, y me pareció tan seria y divertida a la vez que me quedé. La tomé como me enseñó mi padre: en vez de ser dientólogo había que ser médico de la boca, estomatólogo.  Además, tenía la ventaja implícita de que suponía yo que mi padre me dejaría su consulta en “charola de plata", cosa que no sucedió en su totalidad.
31 de marzo de 1970
Mi Maestro Santos, el Dr. Peimbert y yo
Había en la Escuela un ambiente de libertad y, siendo (como hasta ahora) la carrera más costosa del mundo, las personas que podían hacer el sacrificio económico de enviar a sus hijos a esta Escuela eran personas en su mayoría de clase media (que estaba naciendo entonces en nuestro país), por lo que la Escuela tenía un ambiente parecido al de una escuela particular. Teníamos muchos compañeros de otros estados y hasta de otros países de Latinoamérica, y de variados rumbos de la ciudad y de edades y clases sociales diferentes. Tuve compañeros que vivían y viven en Las Lomas de Chapultepec, Polanco y el Pedregal de San Ángel y también de Peralvillo, Tepito y Ecatepec (qué vergüenza, pero estos últimos eran los llegaban más temprano a clases). La UNAM de aquel entonces era un mosaico de personajes de todo el país y así aprendimos a querernos, a sentirnos todos  mexicanos y a lograr amistades imperecederas. Era verdaderamente nacional, porque entonces sólo había tres o cuatro escuelas de odontología en todo el país y por ello todos los que querían estudiarla tenían que venir a hacerlo a la UNAM. No como ahora, en que hay una en cada colonia, porque los mercaderes se dieron cuenta de que eran buen negocio—hablaré de ello más adelante. Ante el rigor de la ENCQ, la ENO era muy divertida y ligera. Recuerdo haber escuchado en 1964 de un profesor de Materiales Dentales (no era el Dr. Ortega Zárate) que “había tres clases de cera azul: la estándar, la normal y la común y corriente”. Eso jamás hubiera sucedido con los maestros en Química. Pero ya hablaremos de eso.
La nota de mi padre al Director de la Escuela, Dr. Santos Oliva
 
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