viernes, 5 de julio de 2024
Una aventura en Guerrero en 1964
Más o menos en 1964, mi hermano mayor, el médico (y luego Senador) Hugo tenía un paciente que le estaba muy agradecido, era un profesor guerrerense, bajito y muy moreno él, que tenía “unos terrenitos” en la playa cercana a Zihuatanejo, y para pagarle algún favor o tratamiento que Hugo le había hecho y con el que había quedado muy bien, el profesor (cuyo nombre no recuerdo) decidió regalarle ¡10 mil metros cuadrados! en un sitio llamado Playa Blanca.
¿El problema? Es que no había carretera pavimentada de Acapulco a Zihuatanejo. Así que Hugo decidió pedirle prestado el Renolcito a mi mamá y yo me propuse como voluntario para acompañarlos.
Salimos una madrugada, como a las 5 de la mañana, manejando Hugo, yo en el asiento del copiloto y el profesor (que era un hombre de unos 45 años) en el asiento trasero. De un jalón llegamos a Acapulco por la carretera vieja, la que pasaba por el Cañón del Zopilote y por la que hacías 6 horas, y decidimos comer algo y seguirle hacia Zihuatanejo, que está al noroeste más o menos costeando.
Una vez que se acabó la cinta asfáltica, en un lugar que se llama Técpan de Galeana, tuvimos que cruzar de una manera peculiar un río casi sin caudal por la época del año llamado Técpan, de unos 80 metros de ancho: un niño como de 12 años va delante de tu coche guiando por donde puedes pasar que no esté muy profundo. Luego, le das una propina al niño, claro.
Se me olvidaba decirles que hacía poco que había pasado un huracán por ahí, así que había muchos árboles y palmeras tirados y las poblaciones, pobres de por sí, estaban más amoladas. Guerrero es de los estados más pobres del país debido, entre otras cosas, a su orografía impresionante que dificulta la comunicación, el comercio, la enseñanza y el progreso. Como ya se estaba haciendo de noche y a partir de ahí tendríamos que recorrer una vereda de terracería hasta Zihuatanejo (a donde llegabas solamente por avión en esa época), el Profe sugirió que buscáramos una casa de huéspedes. Hotel, ni soñarlo. Técpan era un pueblo de verdad: las calles no estaban pavimentadas, no había aceras, las casas eran de adobe, había cochinos con las colas cagadas en las calles, etc. Ya se imaginarán.
Bueno, preguntamos y nos dijeron en dónde podríamos pasar la noche. Una casa vieja, sin electricidad, con el baño o más bien letrina al fondo de un patio muy oscuro que tenía una fuente. El Profe se quedó en un cuarto y Hugo y yo en el único que había con dos camas. Nos dieron dos velas y unos cerillos, lo cual no importó porque en esa época tanto Hugo como yo fumábamos. Ah, para esto nos dieron de “cenar” y yo, acordándome de un buen consejo que me dio mi padre, pedí dos huevos fritos sobre una cama de arroz y un pan. Con eso tienes cuando te encuentres en sitios de los que desconoces o sospechas de su salubridad.
Nos fuimos a dormir, con la vela encendida por toda luz, era un sitio fantasmagórico. Nos quitamos la ropa y quedamos en calzoncillos y tras de platicar un rato, apagué la vela. A los pocos minutos, Hugo me pidió con cierta premura que prendiera la vela, porque “había algo en su cama”. Apurado, encendí la vela y él se levantó como de rayo. Sobre la sábana que tapaba el colchón estaba dibujada su silueta (de Hugo) pero ¡por chinches! No lo podíamos creer y no había para dónde hacerse, ya que no había otro cuarto. Eran cientos de chinches.
Hugo se puso a matar chinches, primero trató de hacerlo aplastándolas, pero estaban muy duras y si lo lograbas (aplastarlas) les salía sangre (la de Hugo). Eso nos dio asco, así que con un palillo que quién sabe de dónde sacó, Hugo las ensartaba y las metía a la flama de la vela hasta que tronaban y estallaban. Lindo, ¿no? Una imagen para un programa de terror. Esto no duró mucho porque ya eran como las 12 de la noche y nos caíamos de sueño.
Nos volvimos a meter a las camas (en la mía, extrañamente, no había ni una chinche, yo creo que porque mi sangre no les atraía).
Yo dormí muy bien, pero imagino que Hugo lo hizo mal. Al otro día, al levantarnos, como a las 7 AM, me enseñó mi hermano su espalda y le conté 70 piquetes. Así que tras quejarnos, que no ha de haber servido para nada, dejamos ese sitio y emprendimos la marcha en el cochecito otra vez.
El suelo estaba muy lodoso, y no era extraño que el auto se atorara o atascara. Eso no era problema, porque como el cochecito pesaba poco, nos bajábamos el Profe y yo y lo sacábamos del atolladero a empujones. Había tramos en los que el auto patinaba y no obedecía al volante.
Había veces en que estaba tan resbaladizo, que nos teníamos que bajar a dirigir al coche empujándolo, porque no hacía caso de la dirección de las ruedas. Claro que como íbamos a 30 kilómetros por hora, no pasaba nada. Los únicos vehículos que vimos fueron de dos clases: los camiones repartidores de cervezas y los de la Coca Cola. ¡Ah, los vicios del capitalismo!
En el trayecto, en donde pasábamos por pura selva virgen, se nos estrelló una parvada de pájaros en un costado. Pobres. No estaban acostumbrados a que les estorbaran su camino. Murieron una docena, pero nos dieron un buen susto. Más adelante hubo una experiencia más surrealista: brincó encima del cofre del auto una panterita negra. No era una pantera, son unos felinos negros como de 40 kilos que allá las llaman “Onzas” y se reconocen porque la punta de la cola forma un círculo perfecto y son, naturalmente, más pequeñas que los leopardos, por ejemplo. Seguramente también era su camino habitual y nunca se imaginó que pasara un auto por ahí. Poco a poco nos acercábamos a Playa Blanca, que está como a 50 kilómetros al sur de Zihuatanejo.
El Profe nos iba contando anécdotas, como la vez que en su noche de bodas y ya estando él acostado en la hamaca esperando a su flamante esposa, a ésta le picó un alacrán en la mano. Ella gritó adolorida y sorprendida y cuando él supo que había sido un alacrán, por toda respuesta le dio una cachetada tan fuerte que la hizo llorar de dolor y de humillación (después de todo era su noche de bodas) y con eso se curó del piquete (a lo mejor el Profe quería demostrar algo más). Según el Profe, y tiene su base fisiológica, el veneno se neutraliza con la adrenalina que suelta por el coraje la persona a la que golpeamos. Y sí: se curó y pasaron una noche buena. ¿Qué tal el remedio? Y así nos fue contando, unas cosas creíbles y otras no: fantasmas, apariciones, etc.
Llegamos a Playa Blanca. El camino por el que íbamos era paralelo al mar, como a 300 metros de distancia de la costa. Nos dirigimos a ella a través de un palmar de cocos y sólo había una casucha, muy pobre. Era la de la familia del Profe. En el camino nos había prometido que íbamos a comer unos huevos de tortuga exquisitos, como nunca los habíamos probado, etc. y cuando me preguntó si yo ya los había comido, le mentí presumiéndole que me encantaban, que eran buenísima fuente dé yodo (usted sabe, para estar con las damas, etc). Muy macha la cosa.
Llegamos a la casucha, dejamos el auto y todos nos quedamos en trajes de baño. Hugo y el Profe se fueron caminando hasta que se perdieron de vista (como unos 3 kilómetros, por la playa) y yo me hice amigo del sobrino del Profe, con el que me metí al mar. Al rato de estar platicando, oyendo el acento costeño que tenía el chamaco que era un poquito menor que yo, le pregunté si por ahí “no había tiburones” y me contestó con toda naturalidad que sí, que en ese momento había dos debajo de nosotros. Huelga decir que me salí, sin prisa pero sin pausa, como que no estaba asustado, pero me sorprendí al no tener que cambiarme los calzones.
Al rato, tres horas después, regresaron el Profe y Hugo. Los vi venir desde que parecían hormiguitas hasta que llegaron con nosotros y me llamó la atención que el Profe no traía puesto su traje de baño. Venía “a raíz” con las verijas colgándole y en su traje de baño hecho una bolsa, que tenía en la mano, traía huevos de tortuga porque había encontrado un nido en la arena.
Hugo, con la piel negra por el sol, me miró de soslayo, pero sin sonreir mucho, como diciendo “ahora te aguantas, hermanito”. El Profe tomó un huevo baboso, que son muy parecidos a las pelotas de pinpón, pero con la cáscara blanda; así que con las uñas arrancó un pedazo, le hizo un agujero al huevo y se lo exprimió en la boca e hizo cara de que había degustado la cosa más sabrosa del mundo, cerrando los ojos y todo. No me pude hacer para atrás, me arrepentí de haber mentido, y tomé otro huevo e hice lo mismo y me lo tragué. No sabía mal. Sabía efectivamente a yodo, pero lo que no pude aguantar fue la consistencia resbaladiza y viscosa de aquella sustancia que de otra forma hubiera sido una bella tortuguita. Inmediatamente que pasó a mi estómago, exigió salir y me tuve que dirigir al agua a vomitar. ¡Hasta ahí llegó mi presunción de que me encantaban los huevos de tortuga! Nunca los he vuelto a comer. Creo que ahora comerlos es hasta delito.
No recuerdo bien el regreso, aunque debe haber sido igual que la ida, aunque siempre el regreso se hace más tedioso. Lo único que recuerdo fue que en una parte del camino lleno de acantilados, como toda la costa del Pacífico—con unas vistas extraordinarias, por cierto— en que vas por un acantilado y se ve el mar abajo, vimos un lugar creo que le llamaban “El Bufadero”, en donde con cada ola que llegaba con velocidad salvaje (es mar abierto), salía vapor de agua por un agujero lejos de donde pegaba la ola. Pero fue una buena aventura.
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