viernes, 24 de noviembre de 2023

EL DIA EN QUE ME CONFUNDIERON CON UN MEDICO

Era 1967 cuando nos cambiamos de casa. De la Colonia del Valle a Copilco-Universidad. Pero era casi la única casa que había en esa cuadra, entre Cerro Acasulco y Cerro Tuera. No había comercios pequeños alrededor: panadería, tortillería, misceláneas (¿se acuerdan de ellas?), tintorería, etc. En la del Valle era al revés: sobraban estos establecimientos tan necesarios para la vida diaria. De manera es que a veces cuando yo regresaba de la Escuela de Odontología a comer, tenía que ir a comprar bolillos a la panadería más cercana, que estaba sobre Miguel Ángel de Quevedo hasta la entrada al centro de Coyoacán. Naturalmente, iba yo sin quitarme el uniforme blanco, con el que teníamos que asistir a las clínicas que llevaba yo en aquel año. Iba yo en el tercer año de la carrera. Compré el pan, subí a mi auto y me dirigí hacia la casa, pero yendo por Miguel Ángel de Quevedo hacia Av. Universidad me topé con un embotellamiento. ¿Qué pasaría?, me pregunté. Había una persona atropellada a la mera mitad del arroyo vehicular, que impedía el paso fluido del tráfico. Estaba yo tras el volante cuando vi que se dirigían hacia mí unos señores. Viendo que estaba vestido de blanco, uno de ellos gritó en dirección al atropellado: —¡¡Aquí hay un médico!!—y me conminaron a bajarme del auto y a seguirlos. Iba yo muy nervioso, pues muy poco sabía yo de atender traumatizados. Menos que ahora, desde luego. Pues bien, me encontré frente al caído, que apenas movía las piernas, pero tenía los ojos entreabiertos. No había sangre excepto en su cabello porque se había descalabrado. Me hinqué a su lado y le pregunté qué parte de su cuerpo le dolía más y me señaló con la mano la pierna derecha. Entonces estaba yo rodeado de curiosos, a los que ordené se hicieran hacia atrás para “darle aire” al caído. Le levanté un párpado y noté que la pupila se contraía, buen signo neurológico. Me voltee hacia el público y les dije en voz alta: —¡No hay shock! Todos emitieron una exhalación ruidosa, como diciendo “menos mal”. Hagan de cuenta que les dije que el caído estaba vivo. Todos respiraron, sonrieron y casi aplaudieron. Yo me sentí muy bien: como flotando. En eso, llegó un paramédico de la Cruz Roja que ya habían llamado anteriormente. En esos tiempos la Ciudad se podía cruzar muy rápidamente. Esos paramédicos sí saben qué hacer. Créanmelo porque ya me atendieron una vez a mí y hasta tomamos varios cursos de Primeros Auxilios cuando fui Presidente de la ADDF muchos años después. Me dijo el paramédico—¿Cómo lo ve usted?—y le dije lo que había hecho y de lo que se quejaba el caído. ¡Uuufff! Me alivió saber que ya me podía (tenía) ir de regreso a la casa. Vi cómo colocaban al accidentado en una camilla y le inmovilizaban la cabeza y se dirigieron a la ambulancia. Me levanté (estaba en cuclilas) y recibí varias palmadas en la espalda de los curiosos que había observado mi proceder. Yo, por si las moscas, me palpé la cartera para ver que todavía estaba ahí, ya saben ustedes… Regresé a la casa y comimos acompañados de unos buenos bolillos. Por cierto: los invito a que tomen un curso de primeros auxilios en la Cruz Roja (en ninguna otra parte). Lleven a su personal y a sus familiares interesados. Tal vez, no lo deseo, algún día les puedan salvar la vida a ustedes.

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