viernes, 8 de septiembre de 2023

El Gordo, un cuate inolvidable.

Estamos en 1969. Mis amigos y yo nos volvimos muy adictos a asistir a un restaurante-bar llamado “Ingrid” en la glorieta SCOP, en Av. Universidad, Cumbres de Maltrata y Dr. Vértiz. Ahí hacíamos nuestras tertulias y bebíamos cubas libres. Todavía guardo algunos vasos de ese sitio. Escribo esto porque ya cuando estábamos en 5º año de la carrera andábamos todo el día vestidos de uniforme blanco. Éramos doctores, después de todo. Y esto lo narro para hablar de “El Gordo”. Este personaje que no sé de dónde salió, era muy amigo de uno de mis cuates. Era un hombre muy alto y sumamente corpulento, yo diría que pesaba unos 200 kilos. Era muy rico, pues poseía muchas zapaterías en la Ciudad. Estaba casado con una mujer bajita y delgada. Ambos tendrían entonces unos 45 años. Ella decía que era la única mujer que sentía dos orgasmos cada vez que hacían el amor: uno cuando sentía el orgasmo en sí, y otro cuando el Gordo se “bajaba” de ella. Pues este Gordo una vez nos invitó, éramos unos cinco amigos jóvenes, a comer al restaurante La Mansión que está en A. Insurgentes, casi esquina con Concepción Beistegui. Por allá por el WTC. Tomamos bastantes cubas antes de comer, y luego, cuando se acercó el Capitán de meseros, el Gordo le dijo: Nos trae la carta, por favor… A lo que el mesero respuso: las tienen frente a ustedes, señor. No, le dijo el Gordo, tráiganos toda la carta: todo lo que contiene su menú, nomás de poquito a poquito. Y tráiganos dos botellas de este vino, y señaló a uno (a mí entonces me daba lo mismo, era la fatídica pero indispensable época del Calafia). El mesero se quedó boquiabierto y repitió la pregunta, obteniendo la misma respuesta. Debo aclarar que entonces la carta de La Mansión no era tan vasta como la de ahora. Nos trajeron la carta y de poquito en poquito, probamos todas las sopas, todos los cortes de carne, las ensaladas y los postres, escanciados con vino y más cubas. Nos tardamos unas dos horas y media, pero nos despachamos toda la carta. Claro que el Gordo comía por tres o cuatro de nosotros. Hasta los cafés nos tomamos. Al salir yo sentí como que me había comido a un perro vivo, porque algo se movía en mi panza. Del Gordo—y me da pena no acordarme de su nombre— se contaba la anécdota de que una vez, al inaugurarse el hotel El Presidente en la Glorieta de la Diana en Acapulco, había ido al bar de la alberca. Como era Gordo y hacía un calor acapulqueño, estaba sudando a mares (siempre estaba sudado). Se sentó en la barra del bar con palapa y le dijo al cantinero, mientras se secaba el sudor que le escurría por el rostro con un pañuelo: “Tráeme la cuba más grande del mundo…”. Se refería a una en un vaso grande, claro. Pero el mesero, que ha de haber sido bromista, puso en una jarra para agua una botella de ¾ de ron Bacardí blanco, dos coca-colas gigantes, jugo de limón y mucho hielo y se lo sirvió al Gordo, que se le quedó viendo al cantinero. Aceptó el reto y poco a poco se acabó esa cuba. Pero, no conforme y por seguir la broma, le hizo al cantinero la señal universal de mover el dedo girándolo para ordenar lo mismo. Ahora el que se quedó boquiabierto fue el empleado, pero le sirvió una segunda botella igual que la otra. Claro que no fue en media hora, el Gordo dejaba pasar el tiempo. Ya la gente se arremolinada alrededor de la cantina—y ordenaba bebidas—para ver si sería capaz de beberse la segunda cuba “más grande del mundo”. El Gordo se la fue chiquiteando—como se dice—y ¡se la acabó! La gente no lo podía creer. Entonces, viendo que el negocio de la cantina había sido un éxito, el cantinero le puso oootra al Gordo, y le dijo: esta es de la casa… Y una hora más tarde el Gordo la terminó. Claro que se hizo famoso en ese bar—que era elegante—y en Acapulco. En 4 ó 5 horas se tomó, sin emborracharse, tres botellas de ron y seis de coca cola gigante. Bueno, pero esto viene a cuento porque una tarde que estábamos llegando al Ingrid, uno de mis cuates me dijo que el Gordo había decidido regenerarse y bajar de peso y para ello se había internado hacía una semana o dos en el Instituto Nacional de la Nutrición, que entonces estaba en la Colonia de los Doctores. ¿Vamos a verlo?, me preguntó. ¡Vamos!, le repuse y nos fuimos en mi carro. Entramos al hospital, preguntamos cuál era su cuarto (en el área de los que pagan, claro) y tocamos la puerta en el momento que su señora, la menudita, salía gritando como loca que ¡el Gordo se acababa de morir! Efectivamente, asomándonos al interior vimos al Gordo inerte, sin camiseta, sobre la cama. Sugerí a mi cuate a que fuera a buscar a un médico y mientras la señora me llevó hasta el Gordo y me hizo escucharle el corazón que, desde luego, ya no latía. ¡Me pegó mi oreja a su pecho! Llegaron mi cuate y el doctor y éste, desgraciadamente, certificó la muerte. El Gordo, la leyenda, había dejado de existir tras perder apenas 80 kilos o algo así. Su corazónsote no aguantó. Descanse en paz el buen y generoso Gordo.

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