lunes, 12 de junio de 2023

 

Una "cacería" en Zihuatanejo en 1964

Hugo mi hermano mayor, el médico cirujano, al que siempre he querido mucho y que ahora descansa en paz, tuvo un paciente oriundo de un caserío cercano a Zihuatanejo en el estado de Guerrero. Vamos a llamarlo el Profesor Ramírez, que era influyente en el Sindicato de Maestros de aquella región y se aproximaba a los 65 años.

Hugo mi hermano y yo (Ca. 1966)

Pues un jovenzuelo bravucón le rompíó la cara al Profe debido a un accidente automovilístico nimio y éste acudió al consultorio de mi hermano para que lo atendiera. De ahí nació una buena amistad, al grado que, a los cuatro o cinco años de conocerse, el Profe se ofreció a regalarle a mi hermano un terrenito de apenas 10 mil metros cuadrados en un sitio paradisiaco (ahora echado a perder con la urbanización) en un sitio llamado Playa de Paraíso (nombre ficticio), Gro que el Profe se adjudicaba como de propiedad familiar. Dicho lugar está como a 10 o 20 kilómetros al sur de Zihuatanejo, y se llegaba a él mediante lo que sería el trazo de la carretera Acapulco-Zihua, que aún no existía. Ojo: no existía.

Mi hermano era recién llegado de su especialidad en EEUU y aún no compraba coche, así que le pidió prestado el suyo a mi mamá, un Renault Dauphine azul oscuro de tres años de antigüedad.

Un día de verano de 1964 partimos (pues yo me le pegué) en el pequeño auto Hugo, el Profe y yo hacia Zihuatanejo. Llevábamos un rifle cal 223 (no había prohibición de comprar armas entonces, fue hasta 1968 que el gobierno, temeroso, emitió tal decreto) y yo me imaginaba posando con un venado cola blanca a mis pies. Juro que desde aquellos años no he vuelto a matar nada, excepto moscas y mosquitos. Pero sigamos.

El Profe iba en el asiento de atrás, y no le paraba la boca: anécdota tras anécdota, que hacían que mi hermano y yo nos miráramos de reojo para transmitirnos si le creíamos o no. Ya no podría recordar todas las cosas que nos contó el hombecillo aquel, pero recuerdo con vivacidad una en la que en su noche de bodas, allá en su pueblo, y disponiéndose a dormir en hamaca matrimonial, como es costumbre en sitios de calor, cuando el Profe ya se encontraba dispuesto a amar a su nueva esposa, un alacrán le picó en la mano a ella (uno de regular tamaño), lo que hizo que ella gritara, pues los pinchazos de tan asquerosos animales son muy dolorosos. (A mí me han picado dos veces). EL Profe se levantó muy gallito para ver qué había pasado y al escuchar lo del alacrán, le dio una fuerte cachetada a su nueva esposa, lo que hizo que ésta se enojara y llorara.

Mi hermano y yo nos quedamos helados al escuchar aquello: ¡encima que la pica un alacrán, éste bmonstruo le mete una bofetada! ¿En qué cabeza cabe? Vino la explicación: a falta de suero anti-alacrán, se debe despertar una respuesta por parte del organismo agredido (en este caso, su esposa) haciendo que suelte una gran descarga de adrenalina (por ello la bofetada), ya que dicha descarga “mata” al veneno del horripilante y peligroso animal. ¡Ah, bueno! Respiramos aliviados Hugo y yo. Y así el Profe salvó a su señora y se le hizo tener su noche de bodas.

Los kilómetros iban pasando, llegamos a Acapulco, en donde hicimos una comida tardía y, tras consultarlo con el Profe y con el reloj, decidimos seguir el viaje a Zihuatanejo. He de advertir a ustedes que por momentos llovía y, muy importante, un huracán había pasado por aquella zona días antes, así que la carretera estaba mojada cuando no llena de lodo. Al llegar a un poblado llamado Tecpan de Galeana (aní nació don Hermenegildo Galeana, prócer de la Independencia) tuvimos que vadear con el auto un arroyo ancho de una manera peculiar: un niño se va caminando frente al auto para evitarle las piedras altas ocultas en la corriente y los vados más profundos. Desde luego, como todo en Guerrero (según mi experiencia) hay que dar propina, en este caso muy bien ganada. Bueno, ya había oscurecido y consideramos poco prudente seguir el viaje a oscuras y sin conocer la carretera. ¡Ja! Desde ahí en adelante ya no había carretera pavimentada, todo eran brechas de lodo y tierra. El arroyo que acabábamos de cruzar era una a rama de rio Tecpan. El Profe nos guio hasta una casa de huéspedes. ¡Qué diferencia con estos tiempos! Al buscar Tecpan en Google Maps encuentro que ya existen ahora hasta hoteles, una tienda Aurrerá y una Coppel. Entonces no sólo era una pueblucho donde los cerdos caminaban por las calles lodosas. Aunque para ser  justos diré que acababa de pasar el huracán.

La casa de huéspedes, vacía, tenía tres o cuatro cuartos. Hugo y yo nos quedamos (junto con el rifle) en una recámara que tenía dos camas pequeñas pero no tenía luz eléctrica (recuerden: el huracán)  y sólo tenía como alumbrado unas velas,. No había restaurante y si querías ir al baño, “estaba ahí, afuera del patio”. Era una vil letrina. Desdew luego, en caso necesario, había que ilumaniarse con una vela. ¡Puaj!

Veníamos cansado y pronto nos acostamos a dormir. Me sentí como debió haberse sentido Benito Juárez en su recámara: una cama demasiado angosta en la que me colgaban los pies. Nomás que él estaba acostumbrado a esas estrecheces.  Sople las velas, una de Hugo y una mía, y antes de 3 minutos, Hugo me dijo: ¡Mano—así me dicen familiarmente—prende las velas! Así lo hice. Se levantó Hugo de la cama, y una legión de chinches dibujaba su silueta sobre la sábana. Yo hice lo mismo, pero en mi cama no había chinches: les gustaba saborear la sangre de mi hermano y no la mía. Al levantarnos por la mañana, me hizo contar cuántos piquetes de chinche tenía visibles en su espalda: conté 88. ¡Menos mal que durante la noche no fuimos al baño, quién sabe que nos hubiera mordido ahí! ¡Y nosotros sin linternas!

Tras pagar a regañadientes, salimos y decidimos desayunar en el camino. ¡Inocentes de nosotros! No había tienditas ni grandes ni chiquitas hasta unos 50 kilómetros adelante. He de narrar que como ya no había camino y sólo había lodo, el carro se patinaba o si frenabas, tendía a seguir su camino aunque las ruedas fueran detenidas, lo que nos forzaba a ir avanzando lentamente. Cuando el auto se empezaba a girar, nos bajábamos el Profe y yo y empujándolo lo devolvíamos al camino. No crean ustedes que el camino era amplio y sin vegetación, por el contrario: estaba lleno de árboles y era un sendero realmente. De ahí aprendí algo: no había otros autos (ahora hasta han de asaltar ahí) y los únicos vehículos que vimos fueron los grandes camiones de cerveza (diferentes marcas), de Coca Cola y unos más pequeños de Bimbo. Ah, en México puede faltar comida o agua pura, pero cheves, Cocas y Gansitos, ¡nunca!

Kilómetros adelante detuvimos el auto y nos bajamos esperando ver a alguna presa para cazarla: un guajalote de monte (muy difíciles de encontrar), un jabalí o un venado. Nada.  Entre la selva escuche una graznidos como de pajaritos, pero resultó que eran unas arañas gigantes (unos 15 cms de altura), seguramente tarántulas. ¡Sorpresa se llevaría aquel que metiera la mano para buscar una avecilla! Seguimos el camino y de pronto, sobre el cofre del auto (en donde va el motor), nos brincó limpiamente una panterita negra , allá llamadas “onzas”, y kilómetros más adelante una parvada de pájaros se mató al estrellarse contra la puerta delantera izquierda del auto. ¡no se esperaban un obstáculo en lo que debe haber sido su ruta favorita! También, al acercarse la playa a nuestra ruta, nos tocó ver un espectáculo asombroso, El Bufadero, en donde el agua de mar en forma de grandes olas (es mar abierto) entra en una caverna a toda velocidad, dentro de la ésta el agua se pulveriza y sale como roció por una apertura en la parte superior de la roca. El espectáculo de mar “abierto” es, en sí mismo, imponente. Después de todo es el Océano Pacífico el mayor océano del mundo. ¿Sabían ustedes que si de Acapulco trazan una línea recta exactamente hacia el sur llegan hasta la Antártida? No hay tierra de por medio, porque el continente Sudamericanos está mucho más al Oriente. Lo mismo puede hacerse desde la Ciudad de México.

No les miento (estamos en 1964, recuerden) hicimos como 8 horas en aquella brecha hasta que Profe nos detuvo y nos indicó que diéramos vuelta a la izquierda. El trayecto que habíamos seguido, de los más bello y salvaje que he visto, iba paralelo a la costa, pero como a dos kilómetros tierra adentro, y mira que en Guerrero eso significa ir muy arriba del mar, pues es un estado agrete orográficamente hablando. No por nada allá se establecieron las guerrillas de Genaro Vázquez y de Lucio Cabañas.

Dimos vuelta como nos indicó el Profe y, tras seguir una brecha rodeada de cocoteros, llegamos finalmente a la playa. Había una choza miserable, hecha de palos y barañas, y afuera de ella un muchacho aproximadamente de mi edad. Para esto, durante el viaje, el Profe había ponderado los huevos de tortuga, que eran muy buenos como afrodisiacos y aumentaban la virilidad y el placer durante el sexo, etc. Yo, por supuesto, le presumí que “a mí me encantaban”… ¿Qué haces cuando tienes 19 años?

Bajamos del auto y el Profe nos presentó a su sobrino, un muchachón alto é,l tímido e ignorante, pero que dominaba el mar, pues su casucha estaba en la orilla del mismo y él mismo era pescador. El lugar se llamaba Playa del Paraíso por una razón: era el paraíso. El Profe nos conminó a que nos pusiéramos en traje de baño y él hizo lo mismo. Luego se llevó a mi hermano Hugo a caminar por aquella playa blanca interminable hasta que se perdieron en la lejanía: eso era lo que el Profe le quería regalar y le regaló a mi hermano. Diez mil metros cuadrados de paraíso.

Mientras tanto, me puse a platicar con el sobrino y nos metimos al mar, azul plumbago, a unos veinte metros del reventadero de las olas. Desde luego, me puse a platicar de lo bello del lugar (él me respondió que se aburría como ostión, no había nadie más). La plática, tras de una media hora invariablemente me llevó a preguntar si por ahí no había “animales grandes”. Yo me refería a tiburones, recuerden que era una playa deshabitada. No había nadie a la vista. Él me dijo tan tranquilo que desde luego los había, “como los dos que ahora estaban debajo de nosotros”. Yo no veía nada, no tenía visor, pero le creí a pie juntillas y discretamente me fui acercando a la playa hasta que salí, exhalando de alivio. Nos tomamos una cheve  (tibia) y a lo lejos alcancé a ver que dos puntitos venían caminando por la playa allá en lontonanza. Conforme se fueron acercando ya pude distinguir a mi hermano, pero el Profe venía desnudo: su cuerpo era del mismo color cetrino con y sin ropa. Cuando se acercaron más me di cuenta del porqué de su desnudez: tenía en su calzón de baño unos 50 huevos de tortuga porque había descubierto un desovadero. Cuando estuvieron cerca me dijo.

¡Mire lo que encontré, joven! Le van a encantar…

—¿Qué son?

Unos huevos recién puestos de tortuga… Mire: y diciendo y haciendo, con las uñas de sus dedos arrancó un pedazo de un centímetro cuadrado de la cáscara blanda del huevo y llevándoselo a la boca, lo exprimió y se lo trago… crudo.

Mi hermano Hugo me miraba entre divertido y apenado por mi situación de la que había escapatoria para ver si cumplía mi palabra de comerme uno o varios. No dijo nada el muy canalla. Me hubiera salvado.

Me ofreció un huevo el Profe y no tuve más remedio que hacer lo mismo que él: arranqué un pedacito de cáscara de aquel huevo redondo y blando, como pelota de pínpón y sin pensarlo, lo llevé a mi boca, percibí un intenso olor a yodo, y lo apachurré y me lo tragué como si fuera una cápsula. Por un momento creí que todo iba a estar bien, pero al recordar su consistencia viscosa, de la clara y la yema juntas, mi estómago no aguantó más y tuve que vomitar. Eso sí: vomité sobre el mar.

El ridículo en el que quedé.

El viaje de regreso fue lo mismo pero a la inversa. El Profe no me recriminó mi mentira y siguió platicando imparablemente como si nada. Hugo manejaba. Yo iba con el alma entre las piernas. Tras una interminable jornada terminamos en Acapulco, en donde cenamos con ganas,  dormimos en un hotel civilizado, Hugo seguía con costras en los piquetes de las chinches y se quedó con los 10 mil metros cuadrados hasta que años después se los quitaron los maestros vivos de por ahí. El Profe ya había pasado a mejor vida. Nunca gozamos aquel paraíso. Quién sabe si de verdad era del Profe. ¿ustedes que piensan? El año siguiente entré a Odontología, hice amigos, tuve a mi más bella y querida novia (Marcela) y tan tan, colorin colorado…

PD: Mis compañeros nunca ,me creyeron lo de las arañas gigantes y jamás he vuelto a comer huevos de tortuga, que ahora están prohibidos.

 

 

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