jueves, 22 de noviembre de 2018

MARIPOSA

MARIPOSA           


                                                                        Para Marcelamia


                                                    Cuento de Manuel Farill      

Llueve. Las gotas parecen pequeños surtidores al tocar el suelo. Se ven miles, cientos de miles de ellas. Nacen y mueren en un instante y dejan regado el piso con su sangre.

Con su sangre cristalina y húmeda que invade ya las calles.

Las nubes —grises, parejas, borrosas— parecen llorar del dolor que les producen los relámpagos que las hieren.

Tú, Marcelamia, miras el espectáculo a través del amplio ventanal.

Tu figura está recortada contra el resplandor apagado de las últimas horas de la tarde. Tu negra silueta estática que desesperadamente trata de robar la limosna de luz que penetra al departamento. Yo te veo desde el escritorio con mis piernas sobre la mesa, un cigarro en la mano, una especie de sonrisa en la cara y con nostalgia en el corazón.

La lluvia golpea el vidrio y produce un sonido seco y opaco que acaba con el silencio y, al mismo tiempo, lo subraya. Las lámparas del departamento está dormidas. Yo las dejo sin encender porque sé que te gusta estar así. Y te veo.

En el café aquel, ¿recuerdas?, también te gustaba estar así:
callada, tranquila, absorbiendo el mundo silenciosamente mientras sorbías trago a trago varias tazas de café expréss y sonreías con melancolía, mientras leías los rostros que entraban y salían, mientras oías conversaciones y viejas melodías, mientras vibrabas y latías.

Así te encontré.

Con el trato, descubrí que no eras como yo pensaba. Yo te
imaginaba estereotipada y superficial; quizá con grandes
problemas, pero no. Tú tenías problemas, claro, pero no eran para  aplastarte, no a ti. Te gustaba ese lugarcito. Era mudo, como tú a veces pareces ser; era tranquilo y semioscuro; la música de aquel teclado te llevaba a otros lugares, a otros tiempos. Yo hablaba y tú escuchabas. Reías con frecuencia y tu cara, entonces, cambiaba de expresión: se tornaba iluminada, pedía su solemnidad, te llenaba
de luz. Y a mí también.

Me invitaste a tu departamento una tarde. Era una tarde así, como esta. Salimos del minúsculo local y el mundo nos insultó con sus ruidos, agitación, personajes y resplandor.

Daban ganas de volverse a meter y no salir nunca. Caminamos varias cuadras sintiendo, sin inmutarnos, los piquetes del agua en nuestras caras, en nuestra ropa, en nuestro cabello. 

Llegamos. Un edificio no muy alto orientado hacia el poniente. Desde allí —desde aquí— podías ver las puestas del sol. No había elevador y subimos cuatro pisos.

Antes de sacar las llaves de tu bolso me miraste y sonreíste. Con un tintineo metálico la puerta se abrió y me topé con tu mundo.

Muebles cómodos y bajos, de madera oscura, las paredes llenas de cuadros y un gran muñeco de peluche, un oso, sobre el sofá grande. Era un oso de regular tamaño, desteñido su cuerpo color paja a causa de las lavadas, su cuerpo ya entonces estaba laxo, suave y casi liso.

Tenía los ojos tristes porque lloraba a menudo y tú le habías prendido del pecho, con un alfiler, un pañuelito de encaje.

Lo primero que hice fue asomarme a la ventana, a esa por la que ahora estás viendo. 

Vi azoteas grises, algunas con ropa tendida, otras llenas de manchas de humedad. Cerré las cortinas y tú me regañaste y me dijiste que por qué las aferraba, que ese era el mundo real, que la gente era como los edificios: con fachadas arregladas y con azoteas descuidadas. 

No me sorprendí mucho, porque de ti se podía esperar todo, como lo habías demostrado a lo largo de esos meses. 

Me enseñaste —con orgullo— el resto del departamento. En tu recámara observé todas esas cajas y cajitas en que guardabas tus pertenencias. Tú, la arreglada.

La cama, cubierta por una colcha de colores tejida por ti misma, estaba tendida y rodeada de libros. Un cenicero rosa en el buró. Un teléfono con cuarteaduras, Un lámpara de tipo antiguo. Un poema bajo el vidrio del mismo mueble. 

Frente a la cama, un tocador blanco y largo con un gran espejo encima. La alfombra algo gastada, color beige. 

Tu casa eras tú. Tú eras ella transformada en muebles, paredes y pisos.

La tarde siguió lluviosa. Al anochecer hizo frío. El viento soplaba llevando aromas de de ladrillo húmedo, de agua con civilización. Tu cabello estaba también húmedo de sudor y aplanado contra tus sienes. Tus labios estaban resecos y tu rostro fresco. Como siempre. Como ahora, apuesto.

La luz del día se ha ido ya. 

La lluvia ha amainado y tú, Marcelamia, enciendes un cigarro. La flama del cerillo produce en ti un juego de luces y sombras: iluminadas tus eminencias y oscuras tus depresiones. Miras hacia fuera con desidia, con calculada tranquilidad. Como siempre. Eres uno más de tus muebles. 

En días lluviosos, como ahora, el departamento se agranda, con lo cual tú empequeñeces. En días lluviosos, los muebles se ven más grandes y pesados y tú te aligeras y, pequeña como eres, comienzas a volar transformada en mariposa que se acerca con aletazos sincopados a los focos y a las ventanas y trata de salir y no puede y se acerca a
mí y yo abro los brazos y te alejas. Marcelamia.

Jugabas con mi cabello mientras suavemente repetías mi nombre. Eras otra. La luz de la lámpara antigua sobre el buró de tu cama producía rayos de luz que volaban en todas direcciones y rebotaban y regresaban a ti. 

Repetías mi nombre mientras enredabas y desenredabas mi cabello. Paseabas tus dedos por mi pecho y mis brazos dibujando ochos, fantasmas, círculos y nubes.

Y te volvías una nube acolchonada y cómoda que se agitaba y adquiría rigidez paulatina hasta explotar y deshacerse en líquidos. 

Te elevabas, te deshacías y caías y otra vez eras tú, Marcelamia. Y recobrabas tu natural blandura.

Mariposa. La luz se ha ido ya, pero aún veo tu figura. El humo parece brotar de tus dedos. Te levantas lentamente, apagas aplastando el cigarrillo en un cenicero amarillo. 

Avanzas hacia la ventana. Yo te veo. Fantasma del atardecer. Recargas tu cabeza contra el cristal que exteriormente recorren hilos de agua. Tienes los brazos cruzados sobre el pecho. Tu respiración forma una zona opaca en el vidrio.

Te levantabas y preparabas café bien cargado. A veces, servías una copa de benedictine o drambuie. La tomábamos como con miedo de que se acabara. Te veías cansada, pero contenta. 

Ponías música. Reías de mi apariencia, de lo despeinado que estaba, de las ojeras que tenía, de lo suelto que quedaba. Y yo de ti. Reíamos.

Los cascabeles te rodeaban, bailaban alrededor tuyo y tú bailabas también disfrazada de payaso. Tus brazos se tornaban de tela, tu cara de trapo y aparecían tus mejillas coloreadas de rojo. Tus ojos muy abiertos y tu boca muy pintada. Tenías la nariz de pelota.

Cascabeleando te acercabas a mí y yo abría los brazos y te dabas media vuelta y te alejabas. Marcelamia.

Tus ojos miran si ver. Tu figura es frágil y delicada y esbelta. Tu talle se marca cerrando tu cuerpo y tu pecho lo abre. Tu cara parece pintada por algún artista medieval: decolorada, sumida en tus pensamientos, de boca grande y nariz pronunciada. Me gusta.

La llama que tu aliento crea sobre la tersa superficie del cristal crece cuando exhalas y se achica cuando inhalas. Parece que tiene tentáculos. Eres color madera clara y —quieta como estás—pareces un árbol con las ramas cortadas y temblando de frío.
Siempre tiemblas porque te sabes miedosa.

Volvías a tu lugar: mis brazos; y temblabas cuando te acariciaba la espalda. Te contorsionabas. Tu mano recorría mi nuca y mis hombros y la mía te hacía cerrar los ojos y apretar los labios. El sudor retornaba a tus sienes. Las sábanas estaban desacomodadas. Yo me iba. Una vez me dijiste que al verte sola llorabas un poco. Y te dormías.

Vuelves la vista hacia mí, que te observo. Sonríes cerrando los ojos: ese gesto tan tuyo que serviría para describirte a grandes rasgos. Con tus manos cruzadas frotas tus hombros y te acercas. 

Vuelas acercándote a mí. No sé si abrirte los brazos o no. Chocas conmigo y tu pelo roza mi cara. Abro mis brazos y ya no te alejas. Te quedas en tu lugar y me aprietas. 

Mariposa, has caído en mi frasco. Fantasma, he descubierto tu secreto. Payaso, he comprendido tu tragedia. Árbol, he fijado tus raíces. Marcelamia.

Y como supe que llorabas, un día ya no me fui. Me quedé para comprender y compartir tu mundo. Para verte en días lluviosos, de esos que te daban miedo y nostalgia. Para beber drambuie y otras cosas. 

Para acostarme en tus algodonosas curvas de nube que se deshace. Para dejarte jugar con mi cabello y pronunciar mi nombre. Cerradora de ojos, apretadora de labios, mojadora de cuerpos.

Marcelamia.     

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